El 10 de octubre de 2012 una joven canadiense, Amanda Todd, se ahorcó después de haber intentado suicidarse en varias ocasiones ingiriendo blanqueador químico o sobredosis de pastillas. El motivo fue el acoso escolar que le perseguía a través de las redes sociales aunque cambiase de colegio o de ciudad. Otro ejemplo más cercano: el 25 de octubre de 2009 Adriana Martínez, alumna en el Distrito Federal, murió por el golpe en la sien que le propinó un compañero.
El acoso escolar está detrás del 60 % de los suicidios que se suceden en México que además es, por desgracia, la nación con el índice más alto de bullying u hostigamiento dentro de los centros educativos. Nada menos que cinco de cada diez alumnos agreden habitualmente a sus compañeros dentro de las aulas, en los pasillos, en los baños o en las calles.
Los padres no siempre prestan atención a estos hechos porque recuerdan que en su juventud también tuvieron algunos pequeños altercados o dificultades pasajeras, pero no comprenden que los tiempos han cambiado: nuestras sociedades son muchos más violentas. El motivo es que hay una gran cantidad de jóvenes, de todas las esferas sociales, que no han conocido a nadie de quien puedan decir que les amó sinceramente. Así de claro.
Según la Secretaría de Educación Pública en los últimos años el incremento de los casos ha sido del 10%, volviéndose habitual en cualquier entorno escolar. Esto quiere decir que todos o casi todos los niños del país son acosadores, acosados o, al menos, conocen algún caso en su aula.
Hace unos días el Papa Francisco se conmovió escuchando el testimonio de la joven mexicana Ariadna Lizette, que hoy tiene 18 años. Tras la separación de sus padres Ariadna se instaló con su madre en Chicago, donde sufrió humillaciones, desprecios y maltrato por su origen y lengua. En esta ocasión Francisco no pudo reprimirse y, después de animarla con un argentinismo (“¡Sos corajuda, vos!”) no dejó de hacernos conscientes de que estamos construyendo un mundo cruel, en el que los demás no son considerados por su valor y dignidad, sino como un instrumento de uso. Estamos en una verdadera cultura del descarte que no nos educa a tratar a los demás y de la que solo podemos salir recordando que todos somos hijos de Dios.