La persona humana debe siempre proceder según el juicio cierto de su conciencia. Actuar contra la propia conciencia equivale a condenarse a sí mismo. Es ser inmoral. Esto supone que el individuo ha hecho cuanto está en su mano por formarse rectamente la conciencia, y reconocer que existen principios morales comunes que todos debemos acatar. Estas normas morales universales se contienen en las dos tablas de Moisés o diez mandamientos.
Las leyes civiles positivas son una explicitación de estos principios generales y su aplicación a situaciones particulares. O, al menos, no deben contradecirlos. Si es así, el ciudadano debe obedecerlas en conciencia. Entre nosotros, lamentablemente, el sistema jurídico vigente está contaminado por el positivismo jurídico del liberalismo a ultranza, en donde imperan las ideologías de moda, las presiones sociales, los intereses internacionales y las llamadas mayorías o minorías, según las conveniencias. Este subjetivismo, degenerado en relativismo, es el que se ostenta como fuente creadora del derecho y de los derechos. Actúa como si no existieran derechos anteriores. Desconoce que la naturaleza, la familia, el matrimonio y las personas existen antes que el estado, y que cualquier legislación subsiguiente debe respetarlos. Si la autoridad civil no tutela estos valores y derechos, afectando la dignidad de la persona humana, se excede en sus atribuciones y violenta las conciencias.
La fuerza del poder civil es una autoridad moral. Por eso, el estado debe ser el garante de la libertad de conciencia, sana y recta, y encauzar los efectos y defectos que se siguen de una conciencia moral desviada o depravada. Custodiar la virtud es su principal deber, constatando que el vicio será siempre más caro que la virtud. La omisión de este deber raya en la complicidad y contribuye a generar ambientes viciados y perversos que lesionan a las instituciones y a toda la vida social. Se llega a crear un vocabulario lleno de cinismo que todo lo justifica. Expresiones como políticamente correcto pretenden ocultar auténticas aberraciones sociales; decir que en política todo se vale es declararse abiertamente inmoral y un verdadero peligro público; practicar la mordida o el soborno como medio de resolver una situación incómoda, conlleva grave inmadurez e irresponsabilidad social. En el terreno religioso, se pretende justificar la propia maldad con la ajena cuando se afirma que de todo debe haber en la Viña del Señor, y se elige la mediocridad autonombrándose pecador estándar, para evitar entrar en la lista de los renegados, pero también en la de los coherentes con su fe.
Este breve muestreo de situaciones y expresiones amorales e inmorales, ha generado un clima social enrarecido que ha dado en llamarse corrupción, porque apesta. Es verdad que algo huele mal también aquí. Este ofuscamiento de la conciencia moral colectiva conviene a los trepadores de puestos públicos y a los manipuladores de la verdad, de los derechos y de los valores humanos. Es el camino abierto, inclusive dentro de la aparente legalidad, para instaurar regímenes totalitarios, siempre con mayor detrimento de los humildes.
Quien por culpa propia posee un juicio de conciencia erróneo, no puede esgrimir en su favor el derecho al ejercicio de la libertad de conciencia. Nunca se puede proceder con conciencia dudosa, sino que se debe clarificar antes de actuar, pues todos estamos obligados a buscar lo bueno, lo verdadero, lo justo y a proceder conformes con ello. Habrá situaciones complejas para las cuales necesitaremos de la reflexión, del consejo, de la oración y siempre de la ayuda del Espíritu Santo. En esto el cristiano tiene ventaja sobre el no creyentes y, por ende, mayor responsabilidad. Excusa ninguna.
Mario De Gasperín Gasperín