De las parábolas pronunciadas por Jesús, la del “Hijo pródigo” es de las más conocidas. También llamada “Padre providente”, esta parábola es la sencilla manera con la que el Señor explica el dulce misterio de la Misericordia en significativas palabras: “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino”.
Este hijo no pide, exige lo que por herencia le corresponde e infiere que en la crianza que recibió, su padre no hizo más que darle cumplimiento a una obligación. Este razonamiento lo despoja de toda gratitud, le hace ignorar desvelos, angustias, empeños y esfuerzos con los que fue criado, educado, formado, y le arroja a despreciar cuanto recibió.
El hijo de esta parábola ha renegado de los valores con que se le cultivó, y ahora ciego del amor paterno, no expresa gratitud y se descasta exiliándose en una suficiencia de la que rechaza la facultad paterna. Con su corazón endurecido, la desgracia lo cubre con su sombra y, víctima de la fatalidad, busca un alivio para su miseria: “Cuando se lo había gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie le daba nada. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.’ Y, levantándose, partió hacia su padre”.
Este hijo no reparó en que el corazón de su padre pudiese estar herido, no pensó en sus noches sin sueño, en sus días sin calma, no se percató del abandono con el que traicionó al padre que le vio crecer, y que al cabo de su infancia pronto vio venir la ofensa. No sabe que el corazón herido de un padre ofendido sufre más por el corazón del hijo que le ofendió que por la ofensa recibida.
En este hijo no existe el deseo de desagravio, ni vergüenza ni tristeza por la deshonra que lanzó contra su padre a través de su desdén, no hay arrepentimiento por sus desobediencias previas ni por las insidias que en varias ocasiones profirió contra él, antes de abandonarlo y también después.
Ahora, este hijo sueña con recuperar algo de lo mucho que dejó tras de sí, de lo perdido, de lo que fue su seguridad y equilibrio, un techo, un plato, un vaso; pero su sueño no es el de ungir el corazón que él mismo dejó llagado…
Este padre es diferente, sigue incólume donde siempre, su trabajo ahora con mayor esfuerzo, su cabeza adornada de canas, y aunque herido del amor filial, fortalecido en el espíritu no conoce rencor. Sonríe recordando a su hijo, con el corazón abierto es señor de la misericordia, ama con un amor que no conoce final, ama al hijo en quien no se complace, al que intentó humillarlo, al que arañó sus esperanzas: “Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.’ Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Dense prisa, traigan el mejor vestido y vístanle, pónganle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se le había perdido y ha sido hallado.’ Y comenzaron la fiesta”.
En la parábola, este Padre herido es Dios, este hijo verdugo somos todos. Nos levantamos, a veces, y caminamos al confesionario para reconciliarnos con Él. ¿Allí pensamos, acaso, en su tristeza, causa de nuestra ofensa? ¿Allí reconocemos haber olvidado el primer mandamiento “Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu corazón”?
Acudir al confesionario para aliviar las culpas, sin atender a los abandonos que de nuestro Padre Dios somos culpables, no nos hace diferentes al hijo de esta parábola de triste inicio, de feliz final.