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De defectibus

El título latino de este escrito quiere decir: acerca de los defectos; se usaba en los Misales romanos para indicar los vicios en que podía incurrir el sacerdote en la celebración de la Misa, y la manera de enmendarlos. Una norma común era: nada se cambie. Esta observancia estricta de las rúbricas litúrgicas degeneró en el llamado rubricismo, que estandarizó las celebraciones. Ahora, el nuevo Misal, tiene introducciones doctrinales e instrucciones pastorales importantes, pero que permiten un cierto margen de improvisación para favorecer la comprensión o la ubicación de los ritos dentro de las circunstancias concretas de la comunidad. Sin embargo, en este campo se suelen cometer abusos por la falta de conocimiento de la naturaleza misma del misterio que se está celebrando, o por la peculiar tendencia de llenar de palabras la celebración, generando más confusión que comprensión. Veamos algunos ejemplos:

El saludo del celebrante. Se suele agregar o sustituir el saludo inicial: el Señor esté con ustedes, por un sonoro y simplón: Buenos días. Esto equivale a confundir la asamblea litúrgica, convocada por el Espíritu Santo y presidida por Jesucristo, con una reunión social o una asamblea sindical, donde el líder, y no Cristo, es el que convoca y preside. Confunde la asamblea del Señor con un acto social.

Las moniciones. Las moniciones pequeñas advertencias que pueden hacerse al inicio de la celebración o de una lectura para señalar su importancia o particular significado. Deben ser breves y concisas, y no convertirse en mini-homilías. La homilía debe ser una sola, no dos ni tres.

La plegaria eucarística. La plegaria eucarística es propia del sacerdote y son piezas teológicas y literarias redondas, completas, unitarias. La Iglesia ha elaborado algunas pocas y las cuida con celoso rigor, pues refieren y actualizan la acción misma de Cristo. Son su memorial. Aquí se suelen cometer abusos mayúsculos, aunque sea sólo cambiando una palabra, una frase o introduciendo menciones inapropiadas y hasta vulgares. Meterles mano de improviso es como querer corregir una sinfonía. Por ejemplo, se suele cambiar la palabra cena por banquete o comida; al título de Cordero de Dios se antepone el nombre de Jesucristo o se añaden otros títulos cristológicos; al nombre santísimo de María se añade el madre nuestra; a la mención de los vivos o difuntos se citan particularidades impertinentes como mi abuelita, etcétera. Las trivialidades abundan y citar más ejemplos sería incurrir en el mismo defecto. Lo mejor es respetar el texto, aunque la ignorancia tiene su audacia.

Las buenas maneras. Se suelen cometer faltas aparentemente menores pero que, en la presidencia litúrgica, lucen como mayores, y lastiman la sensibilidad de los fieles. La impuntualidad es un vicio inexcusable. Denota irresponsabilidad y predispone en contrario los ánimos para la celebración. Nada más desagradable que unos manteles sucios y ladeados, velas torcidas, flores marchitas,  lámparas fundidas, ornamentos deshilachados, cartelones y banderines chuecos o con faltas de ortografía… En fin, todo un escenario por recomponer con pequeños pero significativos detalles, que implican educación y cariño.

Proclamación de la Palabra. Ante todo saber leer. Implica preparar la lectura, pronunciar con claridad las palabras, dar la entonación apropiada al texto, comprender el sentido y transmitir con sencillez y nitidez  el mensaje. Es indispensable un manejo correcto del micrófono y no abusar de él. El primero en escuchar debe ser el sacerdote y el mismo lector.

La libertad que el Concilio nos ofrece en las celebraciones litúrgicas, es para favorecer la participación de los fieles, dignificar el culto divino y rendir al Padre la adoración en Espíritu y en Verdad, que espera de sus hijos.

Mario De Gasperín Gasperín