Los más “modernos” de los males se pueden combatir, las más de las veces, con viejísimos remedios. Así por ejemplo, en esta hora en que los políticos y los “reformadores”, auxiliados por los pedagogos y los “expertos en educación”, y en ciencia, y en tecnología y en no sé qué tantas cosas más, se lanzan, hordas de invasores bárbaros, a reducir todo esfuerzo educativo, y todo empeño cultural, y científico, al torpe rasero de su aplicación o de su éxito inmediato, la lectura de un libro escrito en 1899, el Ariel, del pensador uruguayo José Enrique Rodó, nos deja una profunda sensación de alivio al dar por fin, escapando a la estrechez de nuestros pobres tiempos utilitarios, con un educador profundo y sensato.
Yo os ruego que os defendáis, en la milicia de la vida —les escribe a los jóvenes de nuestra América—, contra la mutilación de vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado. No entreguéis nunca a la utilidad o a la pasión sino una parte de vosotros. Aun dentro de la esclavitud material, hay la posibilidad de salvar la libertad interior: la de la razón y el sentimiento. No tratéis, pues, de justificar, por la absorción del trabajo o el combate, la esclavitud de vuestro espíritu.
Y esas palabras son las mismas que hay que dirigirles, también el día de hoy, a nuestros jóvenes, amén de escucharlas antes nosotros mismos. He escrito, en Filosofía del arrabal (Anthropos, Barcelona, 2013),* que el centro de nuestro mundo está, en principio, en todas partes, porque desde todas ellas puede el hombre alzar su vista al equidistante cielo. La ideología inhumana esa que se obstinaba, y se obstina en obligarnos a mirar al suelo más bien, también penetra desgraciadamente por doquiera.
Desde que nuestro siglo asumió personalidad e independencia en la evolución de las ideas —escribe Rodó al despedirse del XIX—, mientras el idealismo alemán rectificaba la utopía igualitaria de la filosofía del siglo XVIII y sublimaba, si bien con viciosa tendencia cesarista, el papel reservado en la historia a la superioridad individual, el positivismo de Comte, desconociendo a la igualdad democrática otro carácter que el de “un disolvente transitorio de las desigualdades antiguas” y negando con igual convicción la eficacia definitiva de la soberanía popular, buscaba en los principios de las clasificaciones naturales el fundamento de la clasificación social que habría de sustituir a las jerarquías recientemente sustituidas.
Y ese camino, lo sabemos —que entronca el día de hoy con la ideología de la “productividad”, la “empleabilidad”, la “formación”, la “evaluación”, y el fichaje o vigilancia, y la clasificación o la notación permanentes—, es ante todo un camino de explotación y, en última instancia, y acaso ni tan última (pregúntenselo al Bensoussan de La Europa genocida, Anthropos, Barcelona, 2015), de exterminio.
No, ni los Estados Unidos ni sus descabelladas cifras, ni su inhumano culto de la utilidad son, pese a su imponente séquito de devotos y de “aliados”, el modelo espiritual que todos debamos seguir. No lo son en nuestros días, pese a sus “definitivos” éxitos, y su pretensión de hace veinticinco años de ser —ellos, y no la Alemania de Hegel— la verdadera encarnación del “fin de la Historia”,** y no lo eran en los tiempos de Rodó. Su “obra titánica” le dejaba a él, y nos deja a nosotros “una singular impresión de insuficiencia y de vacío”. Y es por eso que, desde los más lejanos confines de la América del Sur, el autor del Ariel quiere ponernos en guardia contra la superficial “nordomanía”, contra la enajenante adoración de esos Estados Unidos que son como la quintaesencia del positivismo decimonónico, o de las “sociedades del conocimiento” del siglo XXI:
La idealidad de lo hermoso —observa Rodó— no apasiona al descendiente de los austeros puritanos. Tampoco le apasiona la idealidad de lo verdadero. Menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo. No le lleva a la ciencia un desinteresado anhelo de verdad, ni se ha manifestado en ningún caso capaz de amarla por sí misma. La investigación no es para él sino el antecedente de la aplicación utilitaria.
Y pareciera que en ese texto fundador, en el que se invita a nuestra juventud a sembrar desinteresadamente, y a cultivar en nuestra América “las condiciones de la vida intelectual, desde la incipiencia en que las tenemos ahora”, dice, hasta elevarlas “a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine”, y en el que se nos recuerda sobre todo que “la obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato”, pareciera que Rodó nos describiese en el Ariel el mecanismo que nos está robando ahora mismo, en todos los arrabales del mundo y no sólo en el nuestro, el sentido de todo verdadero trabajo académico, y de toda vocación filosófica y humanística muy en especial.
* Y ahora mismo remodelo y transformo en breve artículo estas tres páginas del “manuscrito” de Ortega y la filosofía del arrabal.
** Francis Fukuyama se corrige ahora mismo y propone, nada más y nada menos que el tan cacareado “Fin de la Historia” en una de esas lo encarna más bien la China comunisto-capitalista y totalitaria.