El periódico El País publicó en primera plana la foto del Papa Francisco en el preciso momento de cruzar el portón de entrada al campo de concentración nazi de Auschwitz. Pasó bajo el tristemente famoso letrero “El Trabajo hace libre”. El Papa iba caminando solo, en silencio. A esta imagen siguieron otras recorriendo los pasillos o haciendo oración en la penumbra de la celda del martirio del padre san Maximiliano Kolbe.
Reconocido por sus dotes de comunicador, el Papa Francisco prefirió el lenguaje del silencio y de la soledad. Entró como peregrino y habló al mundo con el grito silencioso del corazón. Es desde el silencio de donde brota la palabra verdadera y auténtica, la única capaz de vencer la sordera de los gobiernos y naciones y lograr que hechos tan lamentables no se olviden ni se repitan. Porque la tercera guerra mundial ya ha comenzado, aunque todavía “en pedazos”. Eso son ya las violencias terroristas y las esclavitudes disfrazadas de oropeles o silenciadas en la clandestinidad, pero que siguen suprimiendo a los más débiles y oprimiendo a los desvalidos de siempre. La humanidad no levanta cabeza a pesar de los proyectos de los planeadores y ofertas de los redentores de siempre.
El sarcasmo del letrero del arco de entrada al campo de exterminio es una imagen elocuente de la condición del hombre moderno, cada vez más esclavizado por la técnica y por el poder. Ahora se llaman “ofertas de trabajo” o “generación de empleos” con salarios de hambre y condiciones de vida esclavizantes. El Papa Francisco entró como peregrino al campo de extermino, sin cortejo ni escolta, como Jesús al huerto de Getsemaní. Allí se quedó solo, llevando sobre sus hombros y orando por los pecados del mundo, como lo redactó en español: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.
Que esa oración también nos alcance a nosotros. La necesitamos, porque nuestra patria está llena de violencia y de imágenes vergonzosas llenas de dolor. Tomamos dos que nos parecen significativas. La imagen de esa madre de familia, postrada, humillada, de rodillas, a los pies de la autoridad, que con gemidos desgarradores imploraba la liberación de su hija secuestrada. La fuerza de la imagen y el estruendo del clamor potenciado por los medios de comunicación, hizo que su petición fuera atendida. Sorprende la eficacia de la respuesta y la concomitante publicidad; no así la pregunta del lector: “¿Necesitamos ponernos de rodillas para que se nos escuche y que se nos haga justicia?”. La respuesta es que ya lo estamos ante el miedo y la inseguridad. Lo triste del caso es que el dolor también llega a anestesiar. Por eso recordamos que a la autoridad le corresponden y se le exigen tres cosas: saber, poder y querer poner remedio.
Y aquella otra imagen de la humillación de los maestros y maestras, rapados con violencia ante la burla de los presentes y la pasividad de la autoridad. ¿Quién no recuerda a ese maestro o maestra que le enseñó a leer, escribir y hacer cuentas, y a ser alguien en la vida? El haber propiciado o permitido ese grado de humillación, es un hecho que nos coloca en el terreno de la barbarie. Una afrenta a la cultura. Progreso sin moral, no lo es. En los millones de muertos en los campos de exterminio; en los miles de asesinados y desaparecidos en nuestra patria; en esos maestros y mujeres humilladas, cada uno de nosotros lo ha sido. Y las autoridades más. Es la enseñanza de Jesús y la lección del Papa Francisco.