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Trascendiendo la existencia para dejar de sobrevivir y comenzar a vivir

En un arrebato por trascender la existencia, equivocadamente aspiramos a conquistar un mundo que sutilmente nos arrebata la vida para someternos. Surge entonces la necesidad apremiante de anclar nuestra “supervivencia” en el frágil vaivén del halago que origina el reconocimiento humano; privándonos de la Gloria Divina que ilumina permanentemente un horizonte ilimitado.  Sobrevivimos a nuestra existencia inerte sopesando un vacío lleno de soledad que intentamos ahogar con ruidos, placeres y acompañantes; esclavizándonos en “momentos agradables” que aligeren la desesperada muerte de un presente despojado de proyectos futuros.

La existencia encuentra trascendencia en la VERDAD. Pues la Verdad es lo que da impulso a la libertad para emprender una conquista personal que abata vanidad, soberbia, sensualidad, egoísmo y, todo aquello que reste ligereza para emprender el vuelo a ese horizonte ilimitado que saborea la delicia de una esperanza eterna capaz de saciar el profundo anhelo de nuestro inquieto corazón: AMAR.  Amar con un amor inteligente que discierne entre un acto “afectuoso”  y “amoroso”….  Un amor consciente de que un impulso de caridad cimentado en un nivel puramente humano rápidamente tendrá fisuras tenues de vanidad y egoísmo que coartará la esencia del amor reduciéndolo a una respuesta condicionada, a un deber moral, a una actividad bella para ocupar el tiempo, a una sensación placentera, a un recurso para ganar admiración, etc…   Con un amor capaz de poseerse para darse, compartir y compartirse.  Un amor que tenga como única intensión “querer-querer”…  Un amor que brota del reconocernos imagen y semejanza de un Dios que inserto en nuestro corazón el hondo anhelo de trascender haciéndonos unidad con Él.

Dios plantó la semilla del amor y es Él quien puede hacerla germinar y fructificar.  Si Él es el Amor, solamente podremos amar en la medida en que muramos a nosotros para que le permitamos Ser, pues si Él VIVE, nos devuelve la VIDA.

Dios es un amor accesible a todos, pero siendo el tesoro más valioso debe tener un costo: es el costo del esfuerzo constante de “querer-quererlo” y “querer-recibirlo”.  Una vez habiendo contemplado y acogido ese amor desbordante, desearemos imperiosamente compartirlo = vivirlo. Es Él quien trasciende nuestra vida a través de un amor que transforma lo ordinario en algo extraordinario.  Lo único capaz de eliminar los miedos que encierra el misterio de la muerte e iluminar la oscuridad del dolor, al enraizar nuestra vida en un gozo permanente.

Virginia Arana Ruiz (Miembro de OBIFA)