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Dificultades y vida cristiana

Inicia el viaje. Una señal avisa que hay problemas con el anticongelante. Más adelante, el retrovisor derecho empieza a temblar peligrosamente. Luego, un tráfico lento asfixia bajo un sol implacable.

Las dificultades surgen poco a poco o en avalancha, en momentos tranquilos o cuando más daño provocan.

Sorprenden y exigen un esfuerzo extra. Pensábamos que todo iba a ser sencillo cuando en realidad sentimos que todo se hace cuesta arriba.

La ilusión de llegar a la meta, el deseo de visitar a un familiar o de llegar a tiempo a la cita médica, nos mantienen en tensión y nos permiten seguir adelante. Queremos superar las dificultades porque tenemos un objetivo que alcanzar.

También en la vida cristiana hay dificultades. Aparecen de muchas formas. Incluso llegan a ser asfixiantes: tentaciones de cansancio y de pereza, de soberbia y de avaricia, de desaliento y de anhelos por una vida más fácil.

Las dificultades mayores surgen con el pecado. Un pecado que nos aparta de la amistad con Dios y con los hermanos. Un pecado que, muchas veces, nos deja un amargo sentimiento de pena, o nos impulsa hacia el desaliento.

Esas dificultades se vencen desde la apertura sincera a la gracia de Dios. Cuando recordamos su misericordia, cuando escuchamos la voz del Espíritu Santo, cuando miramos un crucifijo, tenemos energías para superar la prueba y volver al buen camino.

Una oración humilde, una confesión bien hecha, participar de la Eucaristía, permiten que levantemos el corazón hacia el Señor y sigamos adelante.

La meta del cielo merece nuestros mejores esfuerzos, sobre todo cuando llegan dificultades especialmente insidiosas. Podemos superarlas, porque sabemos que nada nos puede separar del amor de Cristo (cf. Rm 8,31-39).

Aparecen nuevas dificultades, en el complejo mundo humano o en el horizonte del espíritu. Llega la hora de afrontarlas, una a una, con fortaleza, con esperanza, con la certeza que ilumina el corazón de cada cristiano: “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).