Son muchas las paradojas de la educación católica en México. Podría resumirlas notando que a pesar de gravísimos obstáculos destaca mundialmente por su éxito, y notando además que ese mismo éxito pudiera dar al traste, hoy, con su identidad católica. Pero vayamos por partes.
La identidad nacional surge, en su modo más profundo, del encuentro de educadores católicos, los frailes, con los pueblos nativos de México. Por supuesto los religiosos compartieron su fe, pero además fundaron a donde iban escuelas, y en esas escuelas incorporaron mucho de lo bueno de las culturas nativas, y ciertamente también lo suyo, lo español. El resultado lo admiramos en la gran diversidad de pueblos y ciudades coloniales de México, cada una con su personalidad y sabor. No es lo mismo Xochimilco, que Izamal, que San Cristóbal, que Pátzcuaro, que Guanajuato, que Puebla o que Oaxaca. En comparación, muchas de nuestras ciudades modernas lucen todas iguales y feas como salidas de una línea de producción de salchichas baratas. Pregúntele a los turistas.
No obstante su éxito, la educación católica desde entonces encontró obstáculos. Los católicos jamás hemos aceptado subordinar la Iglesia, en lo que corresponde a la fe en sí, al poder civil. No hablemos de las catacumbas en Roma, pero sí del conflicto de las investiduras en la Edad Media; del rol de los frailes en prohibir, al menos legalmente, la esclavitud en México; de los enfrentamientos entre los obispados y los ayuntamientos en el Virreinato. Como caso ejemplar consideremos la expulsión por Carlos III de los jesuitas (los más avanzados educadores de entonces) fuera de los territorios españoles. Supo darles asilo entonces Catalina la Grande en Rusia y, con estos educadores, logró el mayor esplendor cultural en su Imperio.
Tras la independencia y el frágil principio, nuestros héroes buscaron a como diera lugar fortalecer el Estado mexicano, por lo que les pareció inconcebible, para este propósito, el que la Iglesia no se subordinarse del todo, aun en lo concierne a la fe, al poder civil. Si no lo hizo con César, no lo haría tampoco con Juárez ni con Calles, ni lo hará con cualquier otro que en el futuro pretenda someterla injustamente. Juárez expulsó a los frailes de México, y nos quedamos sin educadores. Estalló la Revolución con Porfirio Díaz para tratar de resolver esta carencia. Calles fue más radical y previsor que Juárez: cerró los mismos templos y mató a miles de católicos, pero no dejó de promover la educación pública.
Aun así ni la fe católica ni su educación se perdieron, no obstante su prohibición y las persecuciones. Las escuelas católicas siguieron educando y crecieron, aun en la clandestinidad. Si en muchos países europeos la fe se apaga a pesar de que los gobiernos protegen y aun financian mucha de la enseñanza religiosa, aquí en México ha ocurrido al revés: la fe se mantiene y la enseñanza religiosa adquiere prestigio a pesar de que se le ha combatido o al menos menospreciado, algo así como lo que ha ocurrido con lo que fue el represor bloque soviético.
Hoy muchos masones, come-curas y ateos, si tienen dinero, no mandan a sus hijos a escuelas públicas, que las consideran malas, sino a católicas que consideran buenas. Ahí, dicen, además conocerán y se juntarán con “gente bien” y “aprenderán valores”. Los tres últimos presidentes de México no son egresados de escuelas públicas como la UNAM, sino privadas. Dos de ellos, Fox y Peña Nieto, son egresados de escuelas católicas: la Ibero y la Universidad Panamericana.
Pero he allí la grande paradoja, que es doble. Por un lado, la educación católica en México tiene un gran éxito a pesar de los obstáculos y las persecuciones. El público la considera la mejor y, si puede pagarla, opta por ella. Por otro lado, ese éxito la convierte en un privilegio de los ricos, el cual, por privilegio, despoja a esta educación de su catolicidad, de su universalidad, por convertirla en un bien para unos pocos.
Por supuesto, sin fondos públicos, las escuelas católicas tienen que recurrir a las colegiaturas. Y son los ricos quienes pagan. Con todo, eso no debe significar cerrarle las puertas al pobre. Por muchos años las Hermanas del Divino Pastor subsidiaban escuelas para pobres en zonas muy remotas del país con las colegiaturas recibidas en ciudades ricas, y los lasallistas becaban un gran porcentaje de estudiantes sin recursos para que convivieran con los ricos en las aulas. Sus escuelas han sido así para todos, no sólo para los privilegiados. Pero ¿aún hoy? ¿Dónde están un Juan Bautista La Salle o un Don Bosco que sin ningún recurso se abocan de lleno a educar los niños de la calle?
Muchas escuelas católicas lucen ahora elitistas, no sólo por producir líderes, que está bien, sino por reservar la entrada a los privilegiados, es más, por tratarlos como tales. A los “mirreyes” que se filmaron con esclavas sexuales en una prepa católica no los castigaron, sino premiaron por “su creatividad”. A los “Porkis” que violaron a una muchacha tardaron mucho en expulsarlos, pues eran de “familias bien”. Santiago, el de la epístola que defiende la inclusión y respeto a los pobres, las excomulgaría.
Multitud de escuelas católicas acaban por satisfacer los intereses de su clientela, los ricos y poderosos, por lo que no vamos a encontrar padres confesando o dando misa, o invitando a la adoración del Santísimo, sino “maestros” enseñando no cristianismo sino lo que le gusta al mundo: no te preocupes de no amar a Dios, blasfemar o no ir a misa, basta que te sientas en paz contigo mismo; no hay familia sino familias; no hay aborto sino interrupción del embarazo; fornicar aun con tu perrito es lo más saludable, sólo ponte un condón; no es robar sino audacia económica; no te preocupes por la mentira porque tampoco existe la verdad; codicia que sólo así hay progreso. Así estas escuelas dejan de ser de Cristo y se vuelven de Satanás.