Las máscaras son como la vestimenta. Sirven menos para ocultar que para expresar una personalidad, aunque ésta suela ser más la deseada que la real.
La desnudez nos horroriza, menos por el pudor que porque nos iguala. Con ella queda de manifiesto incluso la común animalidad que compartimos con los simios y aun las ratas.
La vestimenta, salvo que nos uniforme al estilo Mao, nos distingue. Aun los más primitivos tatuajes que cubrían los cuerpos, cada cual servía para diferenciarme a mí, no sólo de mi vecino sino de mi hermano mismo. Es más, máscaras, vestimenta y tatuajes sirven para no ser igual hoy al que fui ayer, sino completamente otro.
Así, Eva debió gozarse mucho al pasearse por los campos, de manera similar a cuando vamos a una tienda de ropa. Entonces el miércoles se cubría con hojas de vid, el jueves con hojas de higuera y el viernes con hojas de arce. No había ocasión para el aburrimiento. Cada día ella se sentía nueva.
El requisito, he de insistir, es que toda indumentaria, nos cubra o no, nos haga descollar sobre los demás de tal modo que se fijen en mí y no en el que tengo al lado. Y lo que cuenta entonces, al igual que en el resto del reino animal, es que luzca más fuerte y terrible, cual gallo que despliega su plumaje o león que exhibe su melena, para resultar así más atractivo para las hembras, o los machos según sea el caso.
No nos debe sorprender, por tanto, el gusto de los niños por disfrazarse de superhéroes, de súper poderosos. Buscan sentir así que están por encima del común de la gente. Y se disfrazarán antes de monstruos horribles en Halloween que de querubines en Todos los Santos, justo porque en los santos nadie se fija, tan humilditos, pero en los monstruos espantosos sí, tan arrogantes. Ahí está la misma María, de quien los nazarenos no se acordaban de su nombre y sólo la identificaron como la esposa de un carpintero. ¡Ah!, no así el Guasón, villano de quien cualquier chiquillo se acuerda y desearía conseguir un disfraz para asustar mejor y triunfar como el más temido.
He ahí la moda actual de disfrazarse de payaso malvado. No basta el disfrazarse de payaso normal, lo cual ya es un paso para descollar. Se desea además disfrazarse de payaso depravado para lograr el doble efecto de atraer primero con la acostumbrada bondad y buen humor de un payaso normal, y luego aterrorizar sobremanera, mostrando que detrás de lo bueno y sano, y aun santo, está un pervertido. ¡Huy!
Ya de jovencitos, de vivir en tierra de Carnaval, se disfrazarán muchos lo más vistosamente posible, no para que no los reconozcan en el reventón e inclusive en la orgía, sino para ser a quién más vean y soliciten en ese reventón y esa orgía. No se va ahí, ni a ningún baile o fiesta, para perderse sino para encontrarse, y no una vez, sino muchas veces.
Y en Cuaresma, el vestirse de santos en el Vía Crucis o en la Procesión del Silencio no apaga esa sed de destacar sobre los demás. Entonces, la que representa a la Virgen llora con más lamentos y arrancarse de pelos que lo que la misma Virgen pudo haber hecho al pie de la Cruz. El que representa a Cristo carga una Cruz más grandota y una corona de espinas más hiriente. Los mismos penitentes que se cubren su rostro compiten en ver quién carga más cadenas y silicios, y ver quién luce el capuchón más puntiagudo.
De no creer en la resurrección como lo hacemos los cristianos sino en la reencarnación como lo hacen los budistas diríamos que en nuestra vida pasada fuimos Julio César o Cleopatra y, por tanto, nos disfrazaríamos de modo similar. Jamás nos pasaría por la cabeza disfrazarnos como el siervo que les lavaba la bacinica.
Pero como nos decimos cristianos, si en la festividad de Todos los Santos hubiera que disfrazarse, ¿quiénes lo haremos de san Gerulfo, con nombre tan poco atractivo y vida aún más desconocida, que consistió en tal simpleza de, desde temprana juventud, dedicarse a rezar sin que lo vieran? No, el disfraz será de san Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, o de san Miguel, el Príncipe de los Ejércitos Celestiales. No faltará quien se disfrace del mismo Dios y espere que lo adoren.
El problema de lo diabólico no se queda, pues, en la Noche de Brujas o el disfrazarnos de diablos. Se cuela incluso en la soberbia de quien sufre y no lo quiere hacer poquito sino mucho, como el santo Job, para que quienes lo rodean lo noten. El mismo Jesús condenó el hacer penitencia de modo que todos vean con cuánto aparato ayunamos, rezamos o damos limosna.
No quiere decir esto que toda fiesta o toda vestimenta sean impías como el Halloween. De hecho, los católicos no le tenemos horror a las caras alegres, a los colores brillantes y sólidos, al baile, a las canciones o al buen vino. No debemos tener caras amargadas, como prefieren algunos hermanos separados. A nosotros nos acompaña el Novio y esperamos que nos reciba en su casa al fin de los tiempos. Es más, nos sabemos y sentimos únicos —no mero montón— porque cada hijo es único ante los ojos de su Padre.
Pero entre sabernos mirados con amor por el Padre y querer que todos pongan los ojos en nosotros y no en el Padre hay mucha diferencia. Lo primero es piedad; lo otro, soberbia satánica.
Pidamos así a san Josemaría Escrivá de Balaguer, y al mismo Jesús, que aprendamos a destacar sin que nos vean, justo en el camino de lo ordinario, aparentemente gris, el cual Dios nos invita, a una gran mayoría, que caminemos para llegar a su Reino.