“El que no conoce a Dios dondequiera se anda hincando” reza el refrán popular. En su aparente simplicidad, esta sentencia contiene una profunda y trágica verdad. Verdad profunda y trágica, porque todo hombre necesita un punto de apoyo en la vida, un sostén donde asirse, una referencia y una meta hacia dónde dirigirse. De lo contrario es un ser perdido en el espacio, lejano de sí mismo y extraño para los demás. Un hombre así se convierte en forastero en su propia tierra y en un desconocido entre los suyos. Un Caín para su hermano. La gran tragedia humana consiste en alejarse de Dios, desconociéndolo o negándolo.
Pero, como “a Dios nadie lo ha visto nunca” según enseña la Escritura, la grande tentación humana es inventarse y hacerse la imagen de Dios. Como las más cercanas y atrayentes imágenes que incitan nuestros sentidos las encontramos en las creaturas, de allí viene la tentación y el peligro que nos seduzcan y que sustituyan al Creador. Es ya la idolatría. “Cambiaron la imagen de Dios por un toro que come hierba”, dice irónico el salmista. Esta ha sido la gran tentación de la humanidad desde sus orígenes y lo sigue y seguirá siendo hoy. Unas veces con recato, otras con cinismo y algunas hasta con arte, pero siempre la misma distorsión. La ciencia y la técnica ahora han creado nuevos ídolos pero con malicia antigua.
Contaminado por los vecinos, Israel hizo de la Ley un tabú, del templo un supermercado y del Dios tres veces santo un fetiche manipulador. Los profetas lo denunciaron con vigor y la respuesta fue el rechazo y el martirio. Tuvo que ir al destierro sin templo, sin ley, sin profetas, sin culto para lograr reencontrarse con su Dios. El ídolo sordo, mudo e inerte tiene la particularidad de hacer a su devoto igual a sí mismo. Lo esclaviza y aniquila. Sólo la humillación de la esclavitud pudo curar a Israel de sus idolatrías, lo que aconteció, dice san Pablo, para escarmiento nuestro.
No es fácil el encuentro con Dios. Nos entorpece –dijimos-, la imaginación. El encuentro comienza mirando al interior, bajando a la intimidad del corazón, cosa que nadie ahora quiere hacer. Esta tarea inicial es necesaria pero no suficiente para la conversión al verdadero Dios. La búsqueda de Dios es el empeño principal del ser humano si no quiere vagar como nómada existencial. En este dar pasos de ciego y caminar como a tientas, Dios nos sale al encuentro revelándonos su propia imagen, el hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. El hombre se convierte en una imagen semejante, no igual todavía, de Dios. Esta imagen verdadera debe reflejar la “gloria y esplendor” divinos para poder dar en ella culto a Dios. De esta imagen se preguntaba el salmista, como nosotros ahora, ¿dónde está ese hombre que refleja la gloria y el esplendor divinos? Obra y milagro que sólo Dios puede hacer. Esa “imagen” es el Dios hecho hombre en Jesucristo. En el pequeño Niño de Belén y en el Crucificado tenemos el rechazo de las falsas imágenes de Dios que solemos fabricarnos, de todos los ídolos –poder, tener, placer-, de que somos adoradores. Aquí tenemos al Dios que ama al hombre sin reclamar nada más que su amor. Porque Dios es Amor. “Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir” (SS 43). El Crucificado es la imagen adorable de Dios y el Resucitado su justicia salvadora.
Mario De Gasperín Gasperín