¡Es tiempo de Navidad! ¡Nuestra celebración es grande!
Celebramos a “Emmanuel”. Celebramos a “Dios con nosotros”. Se cumple Su Promesa de acompañarnos y no dejarnos jamás. No hemos de temer a nada ya nunca más. “¿Qué diremos después de todo esto? —se pregunta san Pablo—. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”. Ni el pecado, ni el demonio, ni la misma muerte nos harán ninguna mella gracias a que Dios está con nosotros.
Celebramos ya en Dios encarnado la restauración del orden divino que se completaría con la pasión y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. En el principio “Dios vio que todo cuanto había hecho era muy bueno”. Y si hoy nos parece que no todo es bueno es porque el mal se introdujo al mundo porque el diablo y porque nosotros mismos, los hombres, nos hemos apartado de los designios de Dios. El Niño Jesús en el pesebre nos recuerda, pues, que en el origen todo lo que creo Dios era buenísimo. Y tan bueno era que a Dios mismo no le horrorizó el encarnarse y ser Él mismo uno entre nosotros. No hay mal ninguno en nuestro diseño original de hombres, es más, no hay mal ninguno en la materia misma que se integra en nuestro ser.
Dios la ha hecho propia en Jesús niño quien, como todo niño, vistió pañales y se alimentó de la leche de su Madre. Toda la Creación, los cielos, las montañas, los mares, las bestias del campo, los bosques y profundidades del inframundo son obra de Dios, obra de su amor, y todo proclama su grandeza. ¿Cómo podría el Creador rechazar lo que hizo con tanta alegría? No sólo no rechazó su creación, sino que se hizo uno con ella al encarnarse.
Celebramos a Jesús Niño y en Él a todos los niños, es más, a todo ser humano por su valor intrínseco. Sucede que a los pequeños no los amamos porque contribuyan con algo a la economía familiar o con algo al progreso de la república. Más bien son, por ahora, unos golosos que reclaman nuestros cuidados justo cuando más ocupados nos encontramos. Aun así, son lo más adorable por simplemente ser lo que son, hermosas criaturas de Dios, que valen, no por su utilidad, sino por sí mismas. ¡En esta Navidad recordemos que cada hermano, sea pequeñín o no, es adorable por sí mismo, como el Niño Jesús en el pesebre! Amémonos los unos a los otros no por lo que en el momento cada uno aporta o da, sino por ser como Jesús Niño, meros hijos de Dios y príncipes del Cielo. Amémonos los unos a los otro como lo hace Dios mismo: no porque le demos algo a Quien nada le falta, sino por nuestra intrínseca bondad, tan buena que Dios se hizo uno más entre nosotros.
Celebramos la pobreza, la sencillez de Jesús. Recostado en un pesebre nos recuerda que su hermosura y su bondad no radica en sus vestiduras, ni en los palacios que le circundan, ni en el dinero que le hubiera permitido disfrutar de grandes almohadones y cobijas de fina hechura. Sus primeros adoradores fueron simples pastores, los más humildes de la comarca. Le adoraron también un burro y un buey, y los animalitos propios de un establo, pues no consiguió posada. Pero por su sencillez y pobreza, Jesús se nos reveló en su verdadera bondad, la de Dios hecho Hombre. ¿Para qué quería más? ¿Para qué queremos más si sólo Dios basta, como dice Teresa la Grande?
Celebramos a la Sagrada Familia, y en ella, a toda familia, y a todo orden social según lo manda Dios. Pues Dios quiso hacerse niño y que el niño creciese como todo niño lo desearía, con mamá y papá a su lado, fieles el uno al otro, en que la hombría de José y la feminidad de María se complementasen y se fundiesen en el amor, y fuese ese amor la base de su vida doméstica, y el significado mismo de ser familia.
Celebramos a María, Virgen y mamá del Niño Jesús. ¡Qué triste se vería el bebito Jesús si no lo cargaran los brazos de una madre! ¡Y no sólo lo cargó sino lo acompañó hasta el pie de la Cruz! No podemos, pues, celebrar al Niño Dios sin celebrar también a María. Y celebrar a María no podemos hacerlo sin admirarnos de su milagrosa maternidad virginal. En una época en que la fornicación no sólo es recomendada sino considerada como algo inevitable, a punto que el engaño entre los esposos y el abandono caprichoso del amado por cualquier otro se aceptan como normales en cualquier sociedad, María nos anima a confiar en que la gracia de Dios nos sostendrá y nos hará fieles, es más, nos brindará una alegría real, no una pasajera, pues por esa gracia alcanzaremos el verdadero amor.
Celebramos, por supuesto, también a José. Celebramos al esposo de María, y al guardián suyo y de Jesús. Celebramos al hombre prudente y pronto a proveer por el bien de su familia. Celebramos al hombre de trabajo, y de trabajo rudo, manual y humilde, pues José era carpintero. Celebramos, con él, la bondad de todo trabajo y del esfuerzo humano. Celebramos su masculinidad, una de entrega total al servicio de los suyos.
Celebramos, en fin, a los pastores y a los magos, y a todo hombre que busca a Dios. Porque el que busca a Dios lo va a encontrar, y lo encontrará porque antes Dios saldrá a su encuentro como en Navidad lo ha hecho el Niño Jesús.
¡Feliz Navidad!