“Habitar entre las cosas (…) y que las cosas no estorben, como cuando cae le nieve y, entrando más en sí mismo, el mundo desaparece”. José Mateos, quizás el mejor poeta vivo de nuestra lengua.
Esto es justo lo que hizo Jesús durante los treinta años que transcurrieron antes de su bautismo, de que comenzaran sus tres años de “vida pública”: habitar entre las cosas. Quiero decir tallar la madera con sus manos, limpiar ese estiércol con olor a trabajo honrado, ser amigo de sus amigos, mirar a los pájaros seducirse en primavera, pisar descalzo la hierba húmeda en las mañanas de abril… Vivir. Sencillamente vivir.
Ser santo consiste nada más y nada menos que en vivir, pero no de cualquier manera: vivir entre las cosas y que las cosas no estorben. Vivir las cosas y las personas como un regalo y vivirlas intensamente, sin sospechas, cinismos ni gazmoñerías. Porque si la vida y lo que con ella nos viene al encuentro es un don que se nos da desde lo alto, ¿qué sentido tiene pensar que por ser cristianos nos vamos a hacer a nosotros mismos mejores que los otros? ¿Acaso podemos mudarnos, mejorarnos o transtocarnos?
En la famosa Carta a Diogneto que los estudiosos atribuyen a san Quadrado y que, si en esto aciertan, fue escrita alrededor del año 125, se explica de forma curiosa cómo vivían los primeros cristianos: “no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto.” ¿Y entonces? ¿De qué sirve nuestra conversión, nuestro Encuentro con Cristo? ¿No nos hace en nada diferentes?
Sí, y de una manera muy particular. Una amiga me lo explicaba con elocuencia: “cuando conocí al Señor, hasta las margaritas eran más blancas”. El Papa Francisco lo decía también hablando de los Reyes Magos: “tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba (…): estaban abiertos a la novedad.”
Vivir entre las cosas y entre las personas sabiendo que todo es un regalo de Dios. Un regalo inmenso e inmerecido. En esto consiste el asombro del cristiano. Y el camino de la santidad es decir “sí” a ese regalo… como hizo la Virgen.