Al principio sólo vio en el rostro… arrugas de preocupación y tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas.
J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos
Por supuesto, Jesús sufrió mucho en la Cruz. Fueron indecibles sus dolores en sus llagas, y más lo fue su suplicio al vislumbrar nuestro futuro desagradecimiento y nuestro seguir pecando aun cuando sabemos bien que Él se ofrendó por nuestra salvación.
Con todo, me atrevo a decir que fue entonces muy feliz porque cumplió de lleno su misión, la cual consistió, leemos en Gálatas, en entregarse «por nuestros pecados para librarnos de este mundo perverso, conforme a la voluntad de Dios, nuestro Padre». Y aunque, como hombre no le atraía la Cruz—«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa», exclamó—, como Hijo de Dios obedeció a su Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya». En hacerlo así, cabe subrayarlo, alcanzó la felicidad. Leemos en el salmo primero, «¡Feliz el hombre que…se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche!», y en el salmo 119, «Felices los que van por un camino intachable, los que siguen la ley del Señor. Felices los que cumplen sus prescripciones y lo buscan de todo corazón».
Ciertamente, al cumplir su misión y ofrendarse «se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz». Pero «Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»».
Ciertamente experimentó terribles sufrimientos. Pero no los recibió por parte de su Padre, sino por parte de nuestros pecados, nuestra desobediencia a Dios, que es la causa de nuestra infelicidad. El asumió en sí esa desobediencia, y el consecuente dolor, para abrir de ese modo para nosotros un nuevo camino, el de la obediencia que nos permite alcanzar la felicidad.
Esta ruta de obediencia y anonadamiento fue también la de María, su Madre. Fue porque Dios contempló «la humildad de su esclava» que «En adelante todas las generaciones me llamarán feliz» y que el espíritu de María «se estremece de gozo en Dios».
Es obedeciendo al Padre como lo hizo Jesús y María que recobraremos el estado feliz original y pleno, según el plan divino y eterno. No nuestro plan, sino el plan de Dios es el que nos reconstituye como hijos suyos y nos devuelve la imagen suya, como fuimos en un principio creados.
Aún los paganos, sin conocer todavía la Revelación, lo entendieron así. Aristóteles definió la felicidad no en términos de dolor o placer (aunque no los excluyera), sino en términos de plenitud de ser, de llevar todo nuestro diseño humano a la perfección. Dios no lo muestra al ofrendarse a sí mismo y llevar a su punto máximo el Amor.
Por Arturo Zárate Ruiz