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Nuestra decadencia moral y cultural según Prada

A la modernidad se le suele asociar con el progreso, y en gran medida estoy de acuerdo. El desarrollo técnico, sanitario, científico, económico y aun político me permiten afirmarlo. Disfrutamos de una época en que las expectativas de vida, de ingreso económico, de goce del casi universal del desarrollo técnico (vea usted los celulares), del avance impresionante en las ciencias, de la educación pública, de participación ciudadana han aumentado exponencialmente. Baste comparar las condiciones materiales nuestras con las de nuestros padres y las de nuestros abuelos. Y eso es muy bueno.

Sin embargo, no salimos bien parados en todos los rubros. Es más, mostramos decadencia en los más importantes: el moral y cultural. Así lo expone en muchos de sus artículos el escritor español Juan Manuel de Prada.

La reforma protestante, según Prada, impulsa esta decadencia. El poner a un lado la investigación objetiva de la verdad por algo tan caprichoso como el “libre examen” no pudo sino conducirnos al subjetivismo. La filosofía dejó de ser una explicación última de la realidad y se convirtió en el estudio de los sistemas de pensamiento de distintos sujetos.

“Cada escuela filosófica—nos dice—deberá crear un sistema propio, que presentará como verdad; y toda escuela filosófica posterior, para hacerse un hueco, deberá refutar la ‘verdad’ de la escuela anterior y poner otra alternativa en su lugar”.

“Así—continúa Prada—la filosofía primero intentó crear un sistema desde dentro de sí misma (idealismo); luego dejó que cada quisque se montara por libre su propio sistema (subjetivismo); y por último se entregó a la pesadilla del vacío más atroz, a ese “nihilismo de la razón” que Unamuno consideraba la estación final del protestantismo. Belloc, aún menos benigno, avizoraba que toda esta descomposición acabaría desembocando en un hormiguero de supersticiones enloquecidas. Que es, en efecto, lo que está sucediendo”.

Las artes, añade Prada, han seguido el mismo derrotero:

“La llamada Reforma desataría una oleada de iconoclasia como no se había conocido desde tiempos de Bizancio. Detrás de ella —como detrás de la supresión del culto a la Virgen y a los santos— había odio a la expresión sensible la divinidad… El arte dejó de beber en su fuente originaria; y tuvo que conformarse con beber de fuentes … cada vez más turbias. Se hizo primero naturalista en un empeño por captar lo puramente material, después abstracto en un esfuerzo más patético por captar lo inmaterial (pero carente de espíritu), hasta llegar a la estación última, que si en el pensamiento era el nihilismo y la superstición, en el arte es el feísmo exasperado y la pacotilla inane”.

Las relaciones personales también decaen a un punto intolerable, señala Prada:

“Encerrado en la concha de su individualismo, monarca absoluto de su intimidad, el hombre se asfixió pronto con los vapores mefíticos que desprenden las emociones que fermentan, los sentimientos que se pudren, los pecados que se gangrenan. Y entonces esa intimidad que ya no encontraba los cauces de desahogo sano y discreto que propiciaba la vida comunitaria se tornó patológica: primero buscó expansiones caricaturescas que supliesen la figura del amigo, el consejero o el confesor, sentándose en el diván del psicoanalista; después, cuando comprobó que el psicoanalista no bastaba para sanar su herida, perdió por completo el decoro y necesitó exhibirse ante propios y extraños, en un ejercicio grosero de afirmación [por ejemplo, en las redes sociales digitales]. Perdida la esperanza de sanar su herida, el hombre contemporáneo no puede reprimir el anhelo indigno de mostrar los humores fétidos que destila, la purulencia y gangrena que la corrompen. Y puesto que ya nadie puede curarle, puesto que su dolor se ha tornado inconsolable, el hombre contemporáneo busca al menos que alguien que pasaba por allí lo aplauda y jalee, lo haga ‘sentirse’ acompañado. Y hemos entrecomillado ‘sentirse’ porque, naturalmente, ese sentimiento será un puro espejismo. puesto que la verdadera compañía la perdimos al aceptar los halagos del individualismo y renunciar a la vida comunitaria. Y, allá donde ya no hay vida comunitaria que encauce nuestra intimidad hacia las personas que sabrán curarla cariñosamente, es inevitable que el exhibicionismo se convierta en regla”.

Y, entre otras cosas, Prada lamenta que todas nuestras luchas contra la injusticia y en favor de un mejor orden social se reducen ahora a los “derechos de la bragueta”: “cuanto mayor es la liberación de la sexualidad que logran los hombres, más pálida y desfalleciente se torna su capacidad de protesta, más abyecta su sumisión al poder”.

“A ello han contribuido—añade—la infestación pornográfica favorecida por las nuevas tecnologías… y el florecimiento de un batiburrillo de ideologías “identitarias» (feminismos, homosexualismos, ideologías de género, etcétera) que han desactivado por completo la vieja “lucha de clases”, atomizándola en un enjambre de egoístas luchas sectoriales, a la vez que han destruido por completo los “cuerpos intermedios” (empezando, por supuesto, por la familia), dejando a las personas más solas y desvinculadas que nunca, absortas en la exaltación de su sexualidad polimorfa”.

Por Arturo Zárate Ruiz

Arturo Zárate Ruiz (México)
Arturo Zárate Ruiz es periodista desde 1974. Recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1984. Es doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin, 1992. Desde 1993 es investigador en El Colegio de la Frontera Norte y estudia la cultura fronteriza y las controversias binacionales. Son muy diversas sus publicaciones.