La manifestación pública de las ideas es indispensable para los regímenes llamados democráticos, en los cuales, nominalmente al menos, el poder radica en el pueblo. El problema de fondo consiste en cómo lograrlo sin que se afecten los derechos de terceros y sin que degenere en violencia. Este es un asunto que todo gobierno debe esforzarse por resolver y que sólo se logra con inteligencia y probidad moral. Cuando una carencia o el descontento afecta a un sector considerable de la sociedad, entonces se expresa mediante una presencia pública masiva que llamamos manifestaciones, marchas o peregrinaciones. Existen también otras formas menores en número aunque vigorosas en expresión como son los plantones y las huelgas. Cuando proliferan estas expresiones populares quiere decir que algo anda mal, que la autoridad es deficiente y que se está afectando un derecho comunitario. Por tanto, un gobierno responsable debe saber leer su lenguaje y responder adecuadamente para evitar la acumulación del descontento que llegue a violentar la paz social.
Las manifestaciones. Son expresiones multitudinarias que apelan a este recurso público de descontento para defender las ideas que quisieran ver operantes en la sociedad y, no raras veces, imponer a los demás. Fácilmente degeneran en ideología. Son, por lo general, de corte partidista, opositoras al régimen vigente, y proclives a los excesos. Las promesas estimulan la participación.
Las marchas. Suelen defender principios y altos valores que afectan a la vida comunitaria y a la supervivencia social. Hay marchas a favor de la paz, de la vida, de la familia, de la educación, de la unidad nacional. El éxito depende de la capacidad organizativa de los convocantes, de su cercanía y sintonía con el pueblo y, sobre todo, de su calidad moral. Los auténticos valores se defienden por sí mismos y nunca encubriendo intereses particulares o partidistas.
Las peregrinaciones. Son manifestaciones públicas y masivas, algunas convocadas por autoridades religiosas y, otras muchas, organizadas por el mismo pueblo mediante sus representantes. Son libres, espontáneas y pacíficas. Desbordan alegría a pesar de los grandes sacrificios que conllevan: semanas de camino a pie, espíritu penitencial, conversión de vida y alejamiento de los vicios. Al fervor religioso se une íntimamente la dimensión social: lograr un trabajo, recobrar la salud, encontrar un familiar desaparecido o evitar un peligro. Si bien la motivación profunda es religiosa: visitar un santuario o una imagen venerada, en toda peregrinación está presente un drama humano, una angustia, una apremiante necesidad cuya carencia la sociedad y la autoridad no han sido capaces de resolver. Toda peregrinación religiosa conlleva un fuerte contenido y reclamo social.
Este lenguaje humilde y silencioso, lleno de símbolos e imágenes, expresión de un pueblo noble y creyente, no es tenido en cuenta y mucho menos escuchado por las autoridades responsables de una situación así. El pueblo mexicano creyente que peregrina se cuenta por millones, cifra que ninguna otra manifestación pública puede intentar alcanzar. Esto, no obstante, no sólo es ignorado sino que, con frecuencia, es objeto de ninguneo y menosprecio, sobre todo en los medios de comunicación. Es la sociedad del descarte. Para convocar a una marcha o llamar a la unidad nacional no basta un discurso desde el poder, vestirse la toga de la intelectualidad o saturar de anuncios la televisión. Es indispensable comprender el lenguaje del pueblo que clama justicia y respeto a su dignidad. Menospreciar este lenguaje poderoso de un pueblo lastimado y sufrido, es repetir la escena del rico epulón y de Lázaro, tirado a sus pies. La unidad se construye con verdad, no con arrogancia, porque sólo Dios es esencialmente uno.
Mario De Gasperín Gasperín