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No soy digno de que entres en mi casa

En tiempos antiguos, la labor de los médicos era visitar las casas donde había enfermos y, de la forma más conveniente, establecía un tratamiento acorde a la enfermedad que el paciente presentaba. Hoy, somos muchos los enfermos a causa de la burocratización, corrupción, anti testimonio, la mentira y las injusticias, padeciendo de desesperanza crónica, resignación aguda y muchas veces de cáncer depresivo. Las clínicas del alma tantas veces cerradas por falta de médicos y encerradas en sí mismas, hacen difícil el acceso a las medicinas cristianas: la comunión, la confesión y los sacramentos en general.

¿Qué médico puede asistirnos en tal necesidad? ¿Qué especialista puede ayudarnos en estos padecimientos? “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarle” (Mt 8, 8) Creo que el centurión tenía bien claro las respuestas a tales preguntas. Su criado enfermo de parálisis y con terribles sufrimientos, requería la sanación por parte de Cristo. El centurión, posando su mirada en Él Salvador y, con una de las muestras de fraternidad más grandes dentro del evangelio, procedió a suplicar por su siervo, por su hermano que estaba enfermo.

Hoy también hay muchos que sufren de parálisis: incapacidad para actuar, para obrar el bien, para amar. Hoy son muchos los que sufren terriblemente a causa de una pérdida, de una desilusión, de una traición, de falta de amor. Pero el Señor, con el ejemplo del centurión, nos plantea una constante invitación a orar por nuestros hermanos que viven en parálisis y dolor. ¿Cuántas veces nos hemos acercado a auxiliar al prójimo que sufre? ¿Es que acaso no somos responsables los unos de los otros? “No estamos destinados a la soledad” afirmaba el beato Manuel Domingo y Sol.

Un grito de clamor se escucha en la tierra: “Ayúdame”. Muchos hermanos tienen un ensordecedor silencio de sufrimiento y, es tarea nuestra, volver nuestra mirada a ellos y decirle a Dios: Señor no soy digno de tu presencia, pero si tan solo lo quieres mi amigo/familiar/hermano, quedará sano. El gesto del centurión nos invita a ser cooperadores de los milagros de Cristo, supliendo la desesperanza del prójimo con nuestra fe puesta en los ojos de Dios.

Es cierto, no somos dignos, pero debemos participar de la dignidad de Cristo, que, al hacerse hombre, trazó una senda de salvación haciéndonos parte de su gloria y sobre todo beneficiarios de su amor. Debemos hacer una convicción el hecho de que nuestras enfermedades tienen cura, especialmente las espirituales, en cuanto busquemos siempre el medicamento gratuito que nos ofrece el médico de la vida: La misericordia.

Nuestro médico por excelencia, siempre está de guardia, “no duerme ni reposa” (salmo 120), está disponible para sanarnos. “Cristo Jesús, doctor de las almas, sana toda herida que haya alcanzado mi corazón emocional, que haya afectado mí sensibilidad, mi memoria, mi imaginación, mi voluntad, mi alma, mi cuerpo, mi ser; te pido, a pesar de mi indignidad, que me liberes de toda cadena que me tenga esclavo. Deseo ser libre Señor, teniendo la convicción de que una sola palabra tuya bastará para sanarme y para poder entregarme alegremente, en tu nombre, al servicio de mis hermanos, Amén”.

Por Angelo De Simone