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El césar como rey

Una de las escenas que acarreó graves consecuencias dolorosas al pueblo de Israel durante el proceso de Jesús, fue cuando Pilato, molesto por la insistencia acusatoria de las autoridades judías, presentó ante el pueblo a Jesús coronado de espinas y con el manto color rojo, diciendo: ¡Aquí tienen a su rey! Bien sabía ya el Procurador que Jesús no tenía pretensiones políticas, y de asuntos religiosos él no quería saber nada. Por eso, con ruda ironía, los invita a decidir la suerte del reo. Ellos, naturalmente, pidieron que lo clavara en la cruz. Pilato insiste una última vez para librar a Jesús: ¿A su rey voy a crucificar? Esta fue la ocasión trágica para la mayor auto-condena de las autoridades judías: “Los sumos sacerdotes contestaron: No tenemos más rey que el César”. Respuesta blasfema de graves consecuencias, pues al condenar a Jesús se condenaron ellos mismos.

Para lograr su intento, los sumos sacerdotes, que eran las máximas autoridades religiosas judías, olvidaron o pasaron por alto uno de los principios religiosos básicos del pueblo de Israel. Mediante la alianza en el monte Sinaí Dios se comprometió a ser el “Dios de Israel” e Israel llegó a ser el “Pueblo de Dios”. Este pacto fue sellado con intercambio de sangre como compromiso duradero, condensado en la fórmula de asentimiento divino: “El será mi Pueblo y yo seré su Dios”. Israel estaría bajo el cuidado y protección de Dios, y guardaría sus mandamientos.

Cuando Israel llegó a la tierra prometida, quiso ser “como los demás pueblos” y elegirse un rey. La propuesta disgustó a Dios, quien de mala gana le ordenó al juez Samuel acceder a lo que pedían. Les advirtió empero las atribuciones del rey y la desgracia que les esperaba. Ellos insistieron. El resultado de la monarquía fue conducir a Israel como esclavo a Babilonia. Esta lección se repitió en varias ocasiones, e Israel siempre pagó caro su olvido de Dios y su confianza en poderes extranjeros. De esta enseñanza religiosa e histórica se olvidaron los sumos sacerdotes con tal de satisfacer sus deseos de deshacerse de Jesús. Ahora, ante un tribunal extranjero y un pueblo enardecido como testigo, reniegan de su fe y tradición religiosa con una solemne blasfemia: ¡No tenemos más rey que al César! Comenta José Ricciotti en su famosa “Vida de Jesucristo”: “Esos representantes oficiales de Israel, no sólo no pensaron en su rey divino, no sólo se olvidaron de todos sus antiguos reyes humanos o de sus descendientes supérstites, sino que con entusiasmo proclamaron como su rey a quien llevaba el nombre de Tiberio Claudio Nerón Julio César, extranjero de raza, incircunciso de carne, idólatra de alma” (Pg. 726).

Efectivamente, el pueblo judío, sometido ya a los extranjeros, reconoce ahora oficialmente como rey suyo al emperador romano, que entonces era Tiberio y luego serán sus sucesores, depredadores todos por igual del pueblo de Israel, que destruirán la ciudad santa de Jerusalén, dispersarán al pueblo judío y terminarán persiguiendo a los cristianos. Nuestro autor advierte: “El historiador moderno deberá reflexionar sobre estos acontecimientos, con tanto mayor apremio que las realidades históricas del momento no pueden ser negadas por ninguna teoría crítica”. Mucho menos lo podemos negar ahora nosotros, porque no hay peor esclavitud que la que cada uno se busca. Cuando lleguemos a comprender el verdadero sentido de la realeza de Cristo y pongamos como cimiento de nuestra sociedad la piedra fundamental hasta ahora rechazada, entonces llegaremos a liberarnos de todos los poderes que nos esclavizan y a experimentar y gozar de la verdadera dignidad de hijos de Dios.

Mario De Gasperín Gasperín