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La Cruz Copta

Las colinas de Mokattam se levantan al sureste de El Cairo como verrugas secas. Más que montañas pequeñas parecen cerros hechos de arena amontonada, terrones yermos, sedientos y angostados. Debajo, a su pesada sombra, se extiende la “ciudad de la basura”, un barrio de más de cinco kilómetros que se ha convertido en el símbolo palpable de la marginación, la persecución y el odio hacia los cristianos que predomina en la tierra de San Marcos, en una de las primeras naciones cristianas de la historia.

En Manshiyat Naser, nombre oficial del barrio, la gente acumula basura en su propia casa y las familias pasan la vida escarbando en ella, buscando algo que pueda cambiarse, venderse o repararse. Allí no hay calles asfaltadas y el gobierno no se ha preocupado de que llegue la civilización. El olor es nauseabundo y el urbanismo incomprensible. Ahora bien, la presencia cristiana y la fe de sus gentes es un tesoro que no tiene comparación. Y, sobre todo, su perdón. Su capacidad infinita de perdón.

La vahos que provoca un sol insobornable al derramar su fuerza sobre los desperdicios descompuestos provocan mareos y es muy difícil mantener la comida en el estómago, pero estas personas alegres continúan sin descanso y, cuando se les pregunta por su sufrimiento, señalan a la dulce imagen de Cristo que preside cada casa: “Abrazamos la Cruz ¿Tú puedes ser cristiano de otra manera?”

No, no se puede. Sólo se puede ser cristiano abrazando la Cruz y, por eso, el mensaje del Papa en aquellas tierras que podía ser de rabia, de dolor y de angustia, que podía intentar levantar en armas a los oprimidos no es el del odio y la guerra, sino el de la caridad: “La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad.”

Ellos lo comprenden bien pero, ¿quién puede entender algo así sin haber sentido su corazón saltar de gozo al encontrarse con Cristo?

Por Marcelo López Cambronero