Los textos de la misa en honor de la Santísima Trinidad hacen hincapié en la gracia infinita que significa para el hombre la revelación de este misterio. Dios se digna, por su gran misericordia, darnos a conocer el misterio de su intimidad, mediante la presencia entre nosotros de su “Verbo de verdad y su Espíritu de santidad”. Por su Hijo Jesucristo y la acción del Espíritu Santo el Padre del cielo realiza su obra salvadora en nosotros. El misterio de la santísima Trinidad no es un problema a resolver sino un don que agradecer y un misterio que adorar.
Esta obra salvadora se originó en el amor del Padre, al ver la miseria en que nos dejó sumergidos el pecado original: “Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jo 3, 16). Es su amor misericordioso. Esta es una verdad potentísima, que revela la profundidad del amor del Padre y, al mismo tiempo, el respeto por la libertad del hombre. Por eso añade: “Porque Dios no envió su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él”. Dios es siempre salvador.
La salvación se ofrece a todos, pero la acepta el que quiere, el que cree. Queda abierta la posibilidad de la condenación, no como un acto positivo de Dios, como si Él la quisiera, sino para aquel que rechaza la salvación. El único límite a la salvación de Dios está en su respeto a la dignidad humana, a la libertad. Dios respeta la libertad del hombre, porque respeta su propia imagen en él. “El que cree en Él, no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios”. La posibilidad de la condenación es un llamado a la responsabilidad. Creer en Dios implica el máximo ejercicio de la libertad y de la responsabilidad. La libertad concedida al hombre es como la de Dios, una libertad para el bien. La otra es demoníaca.
Cuando decimos en tono festivo que México es “siempre fiel”, decimos una grande y consoladora verdad. Nos referimos sobre todo al pueblo bautizado y creyente que, aunque pecador y defectuoso, no se avergüenza de su fe ni de su pertenencia a la Iglesia católica. Es el pueblo que busca a Dios como Juan Diego y que nació en los brazos de santa María de Guadalupe; es el pueblo que peregrina desde hace más de quinientos años a los santuarios, se esfuerza por guardar los mandamientos, confiesa sus pecados y gana el pan con el sudor de su frente; es el pueblo que va a misa, busca el bautismo, la comunión y el matrimonio para sus hijos y que aprende el catecismo, escucha con respeto al Papa y a los ministros de Dios, y trata de servir al prójimo y de hacer el bien. Este es, sin duda, el México siempre fiel, a quien tanto amó san Juan Pablo II. Ese es el México que va avanzando por el camino de la salvación.
El otro México es de reciente invención; el que dicen que nació ayer, apenas hace cien años. Sin historia, sin raíces. Es el de “los sabios y entendidos” que se arrogan la representación nacional y hacen y deshacen a placer, que obstaculizan la fe y menosprecian al creyente, porque no necesitan a Dios. Ése México va por su propio camino. Reflexionemos por dónde nos piensa llevar, porque los caminos sólo son dos.
Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín