El conflicto forma parte de la vida cotidiana, del ambiente de trabajo, de la familia, de la relación con los hijos y, desde luego, de la política. Es ingenuo pretender que la buena voluntad, los sentimientos altruistas o la coherencia con nuestra fe cristiana son suficientes para generar un mundo pacífico, como si pudiésemos superar el pecado original sólo con proponérnoslo. No basta con querer ser bueno: hay que trabajar, porque el bien es difícil.
El Papa ha pedido en numerosas ocasiones que se abra un proceso de diálogo en Venezuela en el que todas las partes, el poder dictatorial de Maduro y la variopinta oposición, intenten llegar a un acuerdo que pueda abrir un camino democrático y de prosperidad.
Como ha sucedido en otros lugares, un verdadero -no amañado- proceso constituyente exigirá renuncias de todos los bandos, así como mantener una perspectiva de futuro en la que el servicio a los venezolanos se sobreponga a los intereses particulares. Es absurdo detenerse en el revanchismo: se aprende del pasado, pero no se le arrastra como una losa de plomo que impediría la paz social.
El diálogo sólo es posible si los implicados buscan un bien que desean y por el que están dispuestos a realizar concesiones. Un bien que tiene que ser ilusionante y verdadero y que cada uno, desde su perspectiva particular, ha de buscar con empeño. No se trata, por lo tanto, de que el otro venga a reconocer el punto de vista que yo considero “real” porque, aun viendo yo aspectos verdaderos de la realidad, puede que los demás me enseñen otras características que se me escapan por mi posición, por mi ideología o por mi particular punto de vista. Dialogar es, antes que nada, aprender del otro. El diálogo comienza con la escucha.
En una reciente carta al episcopado venezolano el Papa Francisco afirmaba “que los graves problemas de Venezuela se pueden solucionar si hay voluntad de establecer puentes, de dialogar seriamente y de cumplir con los acuerdos alcanzados.”
No es fácil y hasta que esta vía sea posible puede que nos queden muchas jornadas de lucha, pero la otra opción es vencer a través de una mayor violencia y derramamiento de sangre, lo que encerraría al pueblo venezolano en un bucle de dolor y sufrimiento del que se tardaría décadas en salir.
Por Marcelo López Cambronero