¿Cómo podemos mantener la fe en Dios ante una devastación semejante, cuando la tierra nos traiciona llevándose a tantos entre sus temblores, expandiendo el sufrimiento por las calles del México querido? ¿Tiene sentido rezar cuando el Señor del mundo, quien ha hecho el planeta y es la esencia misma de la realidad, ha permitido esto?
Si Cristo ha vencido a la muerte, ¿por qué tanta muerte? Si nos ha dado la esperanza de una vida plena, ¿por qué tantas vidas quedan sepultadas bajo escombros sin conciencia, absurdos y estúpidos pedazos de acero y hormigón? Acaso no es un escándalo para el creyente, un escándalo definitivo y demoledor, que algo así pueda suceder, que Dios permita algo semejante.
Francisco, tras tener noticia del suceso y de su terrible alcance, nos pidió a todos que eleváramos plegarias para que el Señor acogiera en su seno “a los que han perdido la vida” y para que reconforte “a los heridos y a todos los damnificados”. Mas cuando nos arrodillamos ante el Crucifijo y lo miramos suplicantes, ¿no sentimos un grito en nuestra garganta, el deseo casi imparable de preguntar: “por qué”?
No hay nada más humano que mantener estas preguntas ante nuestros ojos y no censurarlas ni dejarlas de lado. El propio Cristo ante la prueba de la Cruz pidió al Padre que, si podía ser, le librara de tal trance. Pero no lo hizo. Cristo tuvo que enfrentarse a la muerte y vencerla, y nosotros hemos de seguirle por el mismo camino.
Dios no ha querido que los hombres en general, ni los cristianos en particular, quedemos libres de los avatares del dolor, del sufrimiento y de la mortalidad. No esperemos que nos sonría especialmente la fortuna ni que el viento sople siempre las velas en la dirección que nosotros creemos conveniente. Tenemos que levantar la vista y encontrarnos con el mal, con los estertores de la naturaleza y con el pecado propio y ajeno.
Sin embargo, el cristiano puede esperar que se cumpla una promesa: la compañía de Cristo, que no nos quita de delante las pruebas que nos esperan, pero está a nuestro lado cuando las afrontamos. Es el amor victorioso presente en la vida lo que hace que ésta merezca la pena, y en toda circunstancia.
Por Marcelo López Cambronero