Los católicos oramos por México especialmente en el mes de septiembre, el Mes de la Patria; solemos poner la bandera nacional en el presbiterio de nuestras iglesias para recordarlo. También en el mes de diciembre, en todas las misas en honor de Santa María de Guadalupe, pedimos a Dios dos gracias por su intercesión maternal: “que conozcamos mejor nuestra fe, y que busquemos el progreso de nuestra patria por caminos de justicia y de paz”.
Esta misma oración se eleva al cielo a lo largo del año, no sólo por los millones de peregrinos que visitan la Basílica del Tepeyac, sino también en las catedrales, parroquias y templos del país, que no son pocos. ¿Por qué, pues, nuestro progreso es tan raquítico y tan disparejo? ¿Por qué medio México padece pobreza, miseria y marginación? ¿Por qué no tenemos paz? ¿Por qué la inseguridad es nuestra preocupación mayor? ¿Por qué tantos robos y tantos asaltos? Porque, aunque existan cosas buenas que cuentan, los desaparecidos, secuestrados, asesinados, calcinados y descuartizados, que suman miles y miles, ésos parecen no contar. No se les tiene en cuenta, aunque su número crezca todos los días. Además, cada víctima debe multiplicarse por todos los miembros de la familia: padre, madre, hijos, hermanos afectados. Son miles de familias lastimadas, cuyo dolor se eleva al cielo y cuyo clamor de justicia se vuelve cada día más estremecedor. Aunque las cifras se maquillen y las encuestas se manipulen, la realidad se impone. Los hechos hablan por sí mismos, y el negarlos disminuye la credibilidad y aumenta la perversidad de quien lo hace. Los errores siempre se pagan, primero los débiles y luego los responsables.
Esas madres de familia que, con azadón y pala en mano, andan entre matorrales desenterrando cadáveres en busca de sus hijos y, después de penosa búsqueda, localizan sus despojos, los riegan con sus lágrimas y logran al final darles humana y cristiana sepultura, son la verdadera imagen de la Patria adolorida, a la que debemos honrar como ejemplo de humanidad y de piedad. Y reclamo de justicia. Ese es el verdadero “Grito de Dolores” que genera libertad y al cual no le prestamos oídos. Ese grito no termina en el vacío, sino que persiste insistente ante el trono de Dios. Aquí recibió respuesta pronta en el mensaje de Santa María de Guadalupe cuando la gestación dolorosa de nuestra patria. Ella se presentó ante Juan Diego como la Madre pronta a “escuchar su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores” (Nican Mopohua, 32), elenco éste no de poca monta o de pasado remoto, sino de cruel y actual realidad.
¿Por qué, ahora, los mexicanos lastimados por la injusticia, la violencia, la crueldad, la impotencia y el menosprecio no encontramos remedio satisfactorio y oportuno? Porque, quienes deberían brindar seguridad y protección se manifiestan impotentes para poner remedio, y hasta remisos para intentarlo. “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?”, se preguntaba al salmista atribulado, y se respondía: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Ps.121). Los pobres y sencillos levantan sus ojos a la altura del Tepeyac, mientras los poderosos no alcanzan a ver más allá de sus mezquinos intereses: cómo ganar las elecciones, cómo optimizar ganancias, cómo mantenerse en el poder. Atender al mensaje de Guadalupe, “evangelio perfectamente inculturado” según san Juan Pablo II, es camino obligado para hacernos oír ante quien prometió hacerlo y puede poner remedio. Por ello la proclamamos como nuestros libertadores: “Patrona de nuestra libertad”.
Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín