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“Veía a satanás caer como un rayo del cielo”.

Quedamos consternados ante la violencia de los terremotos y huracanes que presenciamos. A ellos atribuimos, sin más, las muertes y destrucciones padecidas, con sus lastimosas consecuencias. Esto es verdad. Pero, ¿podemos quedarnos ahí y eludir nuestra responsabilidad? Pasar luego a culpar a Dios hasta negar su misma existencia es vicio consuetudinario.

Nuestra fe católica nos invita a mirar más allá de las causas segundas y a remontarnos a su origen y principio. Nos quiere inteligentes. Por ejemplo, san Pablo nos advierte que “como el mundo con su sabiduría no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, dispuso Dios salvar a los creyentes por la locura de la cruz”  (1 Cor. 1,21). El contenido de esta afirmación es claro (para quien quiera entender) en su paradójica aseveración. Dios es el Creador de todo lo que existe. En esta obra creadora brilla la sabiduría divina. Dios lo hizo todo con peso, número y medida, y le dio al hombre la inteligencia para descubrir y adorar a su Creador. El hombre no adoró a Dios, ni observó sus mandamientos y sus leyes, sino que se rebeló adorando ídolos y siguiendo su propia “sabiduría”, su regalada gana. Pervirtió no sólo su corazón sino su entorno, la naturaleza. El hombre pecador sometió la creación entera a su mal uso, a su perverso corazón; ante el abuso, la naturaleza se rebeló contra él. Es ley inexorable que el mal se revierte sobre su autor. Al rebelarse el hombre contra Dios, la creación se rebeló contra el hombre. Se tornó  enemiga. Todo pecado es in-humano y anti-natural.

Pero Dios no abandonó ni al hombre ni a la creación. Escogió otro camino de salvación, insondable y misterioso: “la locura de la cruz”, dice san Pablo. El Hijo de Dios se hace hombre para renovar la creación con su sacrificio en la cruz y su resurrección. El anuncio y llegada del Reino de Dios significa que mediante la muerte y resurrección de Jesús, del Hijo de Dios, el hombre y la creación entera recobran su orientación a Dios y comienza a manifestarse su gloria. Jesús inaugura el Reinado de Dios expulsando a los demonios, perdonando los pecados, sanando enfermedades y dolencias, apaciguando las olas, resucitando a los muertos, surgiendo victorioso del sepulcro y elevando nuestra humanidad hasta Dios. El imperio de Satanás cayó al abismo “como se precipita un rayo”, mientras el nombre de los discípulos se inscribe en el cielo como los ciudadanos de la nueva Jerusalén,  las creaturas de la nueva creación.

Al hombre moderno, que sólo ve las causas segundas, la existencia y expulsión del Demonio le causa hilaridad. Al creyente, en cambio, lo hace pensar, reflexionar y penetrar en el misterio insondable de Dios, de su poder, de su sabiduría, y de la estupidez mayor que es el pecado con sus gravísimas consecuencias, morales, sociales y cósmicas. Todo pecado, en su origen, es un pecado contra Dios-Creador, pues viene del Diablo, quien pretendió usurpar el lugar de Dios. Pecar es optar por Satanás. La redención de Cristo consiste en “destruir las obras del Diablo” (S. Juan). Cristo existe porque el Diablo existe. Cristo vino para que Satanás se vaya. Satanás mina las raíces de nuestra existencia, de nuestra relación con el Creador. Todo lo que pertenezca al Creador es objeto de la ira de Satanás, que se manifiesta tanto en la violencia cósmica incontrolada como en quien contamina, practica la corrupción, los secuestros, los abortos, las guerras, la discriminación, la trata de personas, horrores que, complacientes, preferimos silenciar.

Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín