Tantas veces he pecado. Tantas veces me has perdonado. No quiero acostumbrarme, Padre, al regalo de tu perdón.
Por eso quiero darte las gracias. De corazón, desde mi pequeñez, con mis llagas, con mis miedos, con mis esperanzas.
Gracias, porque me acogiste en el gran día del bautismo, porque me libraste del pecado, porque me lavaste con la Sangre de tu Hijo.
Gracias, porque me hiciste hijo, miembro de la Iglesia, hermano de tantos hombres y mujeres que caminan, como yo, bajo tu mirada de Padre.
Gracias, porque me alimentaste con el Pan de los débiles, porque me permitiste nutrirme con la Carne del Cordero, porque me invitaste al Banquete.
Gracias, porque me diste tu Espíritu, porque iluminaste mi conciencia, porque me avisaste para que huyese del pecado, porque me impulsaste a hacer el bien.
Gracias, porque no dejaste de amarme cuando caí en el pecado, cuando cedí ante mis pasiones, cuando tuve miedo de dar testimonio de Jesucristo.
Gracias, porque me invitaste a acudir al sacramento de la penitencia, para nuevamente recibir tu perdón de las manos de uno de tus sacerdotes.
Gracias, Dios Padre, porque me has recordado, una y mil veces, que la misericordia vence el pecado, que existe esperanza para los que hemos fallado.
Este día, y ojalá cada día, quiero convertir mi vida en un canto de alabanza, «porque es eterna tu misericordia».
Como tantos hermanos míos del pasado y del presente, pecadores que hemos experimentado el gran regalo de tu perdón, te doy gracias y te bendigo:
«Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1,5 6).
Por P. Fernando Pascual