Hace unos días examiné unas pinturas norcoreanas que pretenden preservar la memoria de la barbarie norteamericana en la Guerra de Corea. Las imágenes muestran a los güeros violando a las muchachas coreanas, destrozando cráneos de niños, prendiendo fuego a aldeas enteras, torturando a bebés y mujeres embarazadas, solazándose ellos con el correr de la sangre de sus víctimas. Por un lado, el sufrimiento de los coreanos lo muestran de manera indecible. Los rostros norteamericanos son, por otro lado, los de unos demonios. Las pinturas parecen decirnos que los norteamericanos son muy muy malos, y decirnos que el sufrimiento de los coreanos se debe, por supuesto, a la invasión de estos extranjeros.
No me voy a poner a discutir la veracidad de esas imágenes que presentan a los norteamericanos como monstruos. Sucede que las atrocidades en todas las guerras son numerosísimas y muy horrendas. Pudieron ocurrir en la Guerra de Corea. Agreguemos a esto que los más poderosos, por la soberbia, sucumben con más frecuencia en la crueldad y la brutalidad. Es más, los daños de esta barbarie no son pasajeros sino perviven por varias generaciones. Es también recomendable recordar los hechos, aun los dolorosos, de la historia para prevenirlos y cuidar que nunca más vuelvan a pasar, es más, para abrir nuevas sendas que sean de justicia.
Pero de esto a construir una identidad nacional en historias e imágenes que fomenten el victimismo y el más profundo rencor, es más, que exijan estas narrativas lealtad a un tirano, que lo es Kim Jong-un, hay una gran distancia. ¡Qué endeble debe ser el orgullo de esa nación para que descanse en el resentimiento contra un enemigo de hace años! ¡Qué poco debe ofrecer el líder a su pueblo que la lealtad la consiga atizando el miedo a un extranjero quien, de no ser por las bombas atómicas de Kim Jong-un, no se acordaría de ellos!
Ahora bien, al examinar las pinturas norcoreanas pensé menos en Corea del Norte y su tirano que en México y muchos de nuestros líderes. Sucede que mucha de la narrativa que se ha construido sobre México, y que se nos ofrece en los libros de texto oficiales, versa sobre cuán sufrido ha sido el pueblo mexicano por las invasiones de extranjeros, hayan sido estos españoles, franceses, ingleses, norteamericanos o cualquier otro “extraño enemigo”.
Si a esto le añadimos el discurso de muchos líderes populistas, que los hemos tenido por siglos, lo que oímos es que nos va mal por la malicia de sujetos que no pertenecen al “pueblo”: que el hacendado, que el empresario, que los banqueros, que los comerciantes, que la Iglesia y sus curas (por supuesto, se nos dice, “Ella fue el instrumento de dominación ideológica de los españoles y posteriores opresores”), etc. El problema no es que sean falsos algunos de los agravios considerados, el problema es que se reduzca nuestra postración y nuestro retraso a haber sufrido dichos agravios. Pues incluso si fuese así, el caído, aun cuando tumbado, ¿no debe hacer un esfuerzo propio por levantarse? Ya van casi 160 años de haber el gobierno confiscado sus propiedades a la Iglesia y expulsado a los religiosos que se encargaban de la educación de México. Si ellos eran el problema, ¿no es hora ya que la educación en México destaque por sus progresos? Ya van más de 100 años de que se despojó a los hacendados de sus tierras. Si ellos eran el problema, ¿no es hora ya de que el campo mexicano sea altamente productivo? Ya van casi 80 años de la expropiación petrolera a extranjeros. Si ellos eran el problema, ¿no es hora ya que disfrutemos la autosuficiencia energética?
Alemania y Japón quedaron destrozados y hundidos tras la Segunda Guerra Mundial. En lugar de quedarse tirados en el suelo rezongando su mala suerte y permitiendo que el rencor corroyese su alma, se levantaron pronto y hoy son pueblos que lideran la economía y la industria mundial.
El victimismo afecta también a segmentos sociales: las mujeres, los grupos étnicos marginados, los desposeídos, etc. ¿Hasta qué punto su discurso e identidad debe reducirse a rumiar los agravios sufridos, y alimentar los odios contra los otros que son “culpables” de sus desgracias? ¿O más bien, no es hora ya de hacer un esfuerzo propio por levantarse, aun cuando los agravios hayan sido reales?
No basta pues refunfuñar por los males que hemos sufrido de otros, hay que saber salir adelante y reconocer que muchos de nuestros males se perpetúan por nuestra propia inmovilidad y victimismo.
Todo esto podemos también considerarlo a niveles personales. No sólo los extraños, sino personas muy cercanas como nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros maestros, nuestros amigos nos han hecho en algún momento sufrir. Buena la haríamos que nuestra identidad personal la redujésemos entonces a las marcas dejadas por el sufrimiento, al sentirnos víctimas, a alimentar con los malos recuerdos el gusanillo del rencor, y vivir en una queja y un odio perpetuos, justo cuando quienes nos infringieron un daño ni les importa ni se acuerdan de ello (de recordárselo, más que preocuparse, se reirían de nosotros por haber definido todas nuestras vidas por lo que ellos pronto olvidaron por ser la más mínima tontería). Lo que nos debe definir, en última instancia, no es lo que nos hacen, sino lo que nosotros hacemos para conseguir la hombría y la santidad.
Jesús murió en la Cruz por nuestra causa, por nuestros pecados. De sucumbir Él al victimismo, nos guardaría un rencor y odio perpetuos. Nos habríamos de olvidar del Paraíso y pensar muy seriamente en las llamas eternas del Infierno. Pero Jesús no es lo que le hicimos: sería entonces no Dios, sino un diablo. Lo que Él es es lo que Él hace: perdonar, amar y servir aun a los enemigos. Se yergue así en el modelo de Hombre que todos debemos imitar.
Por Arturo Zárate Ruiz