Aunque ellos se perforen lascivamente hoy las cejas, la nariz, la lengua, el ombligo y no sé qué más con argollas, muchos «ilustrados» no tienen empacho en denunciar las mortificaciones católicas. Santos como Rita, Ignacio, Bernardo, el Cura de Ars, Bernardita de Lourdes y los videntes de Fátima, además de víctimas del «oscurantismo medieval», nos dicen, son sobre todo psicópatas por pisar el fuego, bañarse en hielo, abrazar espinos, flagelarse, comer hierbas amargas o simplemente ayunar. Así, la literatura contemporánea reduce a estas figuras a masoquistas que no hacen más que satisfacer voluptuosamente con latigazos sus desviaciones sexuales: he allí el monje maricón de Umberto Eco, en El Nombre de la Rosa, y el pervertido Silas de Dan Brown, en El Código Da Vinci.
Esta opinión es tan extendida que incluso muchos católicos sospechan ahora de las penitencias o al menos las consideran fuera de moda. Ya lo lamentaba Pío XI en 1932: «Hoy hay personas que relegan las mortificaciones externas a cosas del pasado; sin mencionar al exponente moderno de la libertad, al ‘hombre autónomo’ como se le llama, quien desdeña la penitencia por considerarla marca de la servidumbre».
Traigo esto a cuento porque ahora es Adviento. Se supone que las cuatro semanas previas a Navidad son de conversión y penitencia para los católicos: por eso los ornamentos morados en Misa. Sin embargo, lo que predominan son las pachangas. Aun en Cuaresma, tiempo de penitencia por excelencia, los sacrificios son ahora mínimos si no es que inexistentes. La mortificación está demodé.
Pero la penitencia es algo que siempre nos ha pedido el Señor. La exige a través de Moisés para que expíen los judíos su pecado de idolatría. La demanda a través de los profetas, como Joel, quien llama a su pueblo a volver a Dios su corazón, «con ayuno, llantos y lamentos». Lo hace a través de san Juan Bautista quien dice «haced penitencia, que el reino de Dios está cerca». Lo pide el mismo Jesús al iniciar su predicación: «haced penitencia, que el reino de Dios está cerca». Se nos pide incluso después de la Resurrección, pues Pedro predica en Pentecostés: «Haced penitencia y bautizaos… para la remisión de vuestros pecados». En fechas recientes hemos escuchado la misma llamada de María, en sus apariciones de Lourdes y Fátima. «¡Penitencia!, ¡penitencia!», urgió de manera repetida a los videntes. No un papa «anticuado», sino san Juan XXIII, el pontífice renovador por excelencia, principia su encíclica Paenitentiam agere así: «Hacer penitencia es un primer paso para obtener el perdón de los pecados y ganar la salvación eterna… Ningún cristiano puede crecer en la perfección, ni la Cristiandad en vigor sino con base en la penitencia».
De hecho, la penitencia aviva en nosotros la conciencia del pecado y la necesidad de la gracia de Dios para la salvación. Sin ella, Pío XI advierte, «la creencia en Dios se debilita, y la idea de un pecado original y de una primera rebelión del hombre contra Dios llega a ser confusa y desaparece».
No es sino con la penitencia que renunciamos con eficacia a nuestros ídolos en pos del Reino. Aunque no sean en sí malos, muchos placeres como la comida sabrosa, el sexo, el dinero y el poder suelen convertirse en nuestras únicas preocupaciones de la vida y nos llevan al olvido de Dios. Para evitar esto último, mortificamos nuestros apetitos, los ponemos bajo nuestro control. San Pablo nos lo ejemplifica: «golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado». San Pedro lo ordena: «Ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado, para vivir ya el tiempo que le quede en la carne, no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios». Cristo mismo nos advierte que hay ciertos demonios que no se pueden echar sino con mucha oración y ayuno. En cualesquier casos, el fin no es la penitencia en sí, sino quitar los obstáculos que impiden nuestra conversión y el volver nuestra mirada al Padre.
La penitencia nos permite además recobrar una correcta apreciación de las cosas. No es sino mirando e imitando al Niño Jesús en su pobreza que aprendemos que el fundamento de todo valor es el hombre y no sus posesiones. Pero esto no se consigue solo pensándolo. Se requiere sobre todo vivirlo. Al dar pues limosna no demos sólo lo que nos sobra como los fariseos, demos además lo que no nos sobra como la viuda de la monedita, tan elogiada por Cristo. Sólo desnudos, como san Francisco de Asís, nos descubriremos por fin ricos, es más, tremendamente libres.
Al hacer penitencia, sin embargo, el mayor móvil de los santos es el amor a Jesús y a sus hermanos. Su amor a Jesús los lleva a compadecerse, unirse e identificarse con Él en todo, hasta en sus sufrimientos en la Cruz. Esta unión con Cristo en la Cruz es, a su vez, la que permite a san Pablo amar a sus hermanos: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia». Este unirnos a su Cruz nos lo pide Jesús mismo en el mandamiento nuevo: «amaos los unos a los otros como yo os he amado», es decir, hasta la muerte, hasta la entrega total por nuestros hermanos. Hágamoslo ahora en Adviento con la más exquisita práctica penitencial: las obras de misericordia, las obras de amor.
Por Arturo Zárate Ruiz