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La norma matrimonial no es hoy ni obvia ni fácil

Los católicos bien informados sabemos lo que exige el sexto mandamiento, el no fornicarás. Entendemos que el único ámbito de actividad sexual es el del matrimonio. Es más, estamos enterados de que el matrimonio consiste en la relación entre un solo hombre y una sola mujer para amarse hasta que uno de ellos muere, y que este hombre y esta mujer están abiertos a procrear y fundar una familia. Nada de echarse canitas al aire, de los corazones de condominio, de divorciarse y volverse a casar, de usar anticonceptivos, de cohabitar antes de casarse, de diversificar los gustos sexuales, de reconocer el “matrimonio gay”. Que católicos bien informados pequemos contra este mandamiento no quiere decir que ignoremos lo que nos obliga. Y que cumplamos el mandamiento no quiere decir, por supuesto, que seamos unos reprimidos: con la virtud y la gracia de Dios encauzamos el impulso sexual de la mejor manera, el matrimonio.

Que esto sea así, no es, sin embargo, obvio para muchos mal informados. Parece, incluso, difícil para los bien informados, tan así que nos sobran chistes sobre el tema.

La no obviedad resalta porque tan estricto sentido del sexto mandamiento nos viene en alguna medida por la Revelación y por lo que nos enseña la Iglesia. Dennis Prager, en Crisis Magazine, nota que los pueblos paganos, por ignorancia, solían ser más laxos al respecto. Sus doctrinas tan no repudiaban de lleno las prácticas promiscuas, nos dice el analista, que hasta sus mismos dioses los concebían como unos libertinos. Es más, entre los paganos era de prestigio el que los líderes y los ricos tuvieran harenes tanto de jovencitas como de jovencitos. Prager podría también haber notado que, entre los cristianos, sólo los católicos defendemos que el matrimonio sea hasta que fallezca un cónyuge. Los demás grupos cristianos admiten, por ejemplo, el divorcio y las nuevas nupcias, para no hablar de quienes bendicen parejas homosexuales.

Por supuesto, la bondad de la vida matrimonial, cuando se logra en plenitud, da testimonio de sí misma. Sólo entonces, podemos observarlo, el ser humano goza y ejerce un amor verdadero y estable que es base no sólo de comunidades sino incluso de naciones civilizadas, porque es el matrimonio el mejor cauce de respeto, de desarrollo y de virtud para un hombre, una mujer y sus niños. En cierto modo, los homosexuales aspiran a que se reconozcan sus uniones como matrimonio, como si dicho reconocimiento trajera automáticamente las bendiciones que siguen a un matrimonio real.

Por supuesto, un testimonio adicional en favor del matrimonio real lo da, por decirlo de alguna manera, Cupido. El enamoramiento no es un simple ardor lujurioso. Cuando nos enamoramos de verdad nos concebimos en una relación exclusiva y permanente con nuestra amada. Nadie, tras recibir el flechazo de Cupido, le dice a su amada: casémonos por un fin de semana y hagámoslo con muchos.

Con todo, las bondades del matrimonio no son fácilmente observables porque no se cumplen automáticamente, sino tras crecer en la gracia y en la virtud. De hecho, sin la Revelación y sin la gracia divina, pero sí con la mancha del pecado original y un entorno social adverso, la vida conyugal podría ser imposible, porque los impulsos sexuales permanecerían desatados y aun incentivados por las comunidades depravadas a las que se pertenecería.

En estas circunstancias adversas, Dennis Prager advierte,

“La sexualidad humana, especialmente la sexualidad masculina, es polimorfa o completamente desenfrenada (mucho más que la sexualidad animal). Los hombres han tenido relaciones sexuales con mujeres y con hombres; con niñas pequeñas y niños pequeños; con un solo compañero y en grupos grandes; con total desconocidos y familiares inmediatos; y con una variedad de animales domesticados. Han logrado el orgasmo con objetos inanimados, como cuero, zapatos y otras prendas de vestir, al orinar y defecarse el uno al otro (los lectores interesados ​​pueden ver una fotografía de lo primero en museos de arte seleccionados que exhiben las obras del fotógrafo Robert Mapplethorpe); vistiéndose con prendas de mujer; viendo a otros seres humanos siendo torturados; acariciando niños de cualquier sexo; escuchando la voz incorpórea de una mujer (por ejemplo, ‘sexo telefónico’); y, por supuesto, mirando imágenes de cuerpos o partes de cuerpos. Hay poco, animado o inanimado, que no haya excitado a algunos hombres al orgasmo. Por supuesto, no todas estas prácticas han sido toleradas por las sociedades —el incesto entre padres e hijos y seducir a la esposa del otro hombre rara vez han sido toleradas—, pero muchas sí se han tolerado, y todas estas prácticas ilustran lo que el impulso sexual puede provocar cuando no se canaliza adecuadamente”.

La sociedad actual es en gran medida adversa al matrimonio. Acepta el divorcio exprés, promueve desde temprana edad el uso de anticonceptivos, se denigra la maternidad, se vilipendia a los hombres por el mero hecho de portarse como hombres, se hace burla de las mujeres de querer bien a su hombre, los medios masivos celebran la promiscuidad y el libertinaje, se legisla en favor del aborto por si el “sexo seguro” falla, se abraza la ideología de género, se reduce la moral y aun la verdad a preferencias personales, se tolera, en ambientes aun “tradicionales”, la doble moral en que a los hombres no sólo les está permitido sino aún se les recomienda una amplia experiencia sexual, etc.

¿Qué hacer? Confiar en Dios y en su gracia es lo más importante. Que nuestra esperanza descanse en Él y no en nuestras propias fuerzas. Es también importante seguir proclamando a tiempo y destiempo, como señala san Pablo, la doctrina cristiana. Y lo es el hacerlo sobre todo con el ejemplo. El matrimonio bien llevado es muy bonito y, quienes lo vean y admiren, querrán abrazarlo. Sociedades más depravadas se convirtieron, de hecho, con el ejemplo de los cristianos. Lo hizo la decadente Roma hace casi dos mil años.

por Arturo Zárate Ruiz

Arturo Zárate Ruiz (México)
Arturo Zárate Ruiz es periodista desde 1974. Recibió el Premio Nacional de Periodismo en 1984. Es doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin, 1992. Desde 1993 es investigador en El Colegio de la Frontera Norte y estudia la cultura fronteriza y las controversias binacionales. Son muy diversas sus publicaciones.