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La pobreza en Latinoamérica

Hace unos días participé en una mesa redonda sobre la situación de la Iglesia en América Latina. El acto fue precedido por una serie de discusiones previas en internet que después se extendieron al turno de preguntas, y todas iban en la misma dirección: la responsabilidad de la Iglesia por la pobreza en Latinoamérica.

La pobreza y la injusticia que uno encuentra en Latinoamérica -hablo como observador español, casi como turista ocasional, si quieren- es demoledora. Es un grito al cielo, un peso insoportable que ha de recaer sobre la conciencia, en primer lugar, de todos y cada uno de los habitantes de las bellas tierras de este continente, sin dejar de lado la culpa que nos corresponde a los españoles, que hicimos mal el trabajo de modernizar América. No fueron otra cosa más que nuestros egoísmos y los intereses ciegos los que nos llevaron a truncar una labor histórica de cooperación con los pueblos americanos. Después los descendientes de los españoles, las élites criollas, siguieron paso a paso lo que habían aprendido de sus padres enredándose en peleas internas, en separatismos y en proyectos de salvapatrias que han escondido una y otra vez, bajo discursos populistas, políticas diseñadas para el beneficio de unos pocos a costa de las masas empobrecidas.

¿Cuándo retornará la riqueza de los campos, del subsuelo, de la industria, al pueblo pobre que es su legítimo propietario?

Pero aunque el escándalo de la pobreza es un abismo negro al que cuesta asomarse tenemos que decir que no es culpa de la Iglesia, ni es la Iglesia quien debe solucionarlo. El problema de la miseria es una cuestión de Estado. La cuestión de Estado más importante que tienen entre sus manos todos y cada uno de los gobiernos de Latinoamérica.

Al mismo tiempo, eso no elimina la responsabilidad de la Iglesia para ayudar a los desfavorecidos, denunciar las injusticias y comprometerse con los necesitados. En palabras del Papa, estamos “llamados a participar en los ámbitos sociales, económicos y políticos para favorecer procesos que permitan erradicar las causas de la desigualdad”. En conciencia y por amor a Cristo y al hermano, pero sin dejar de exigir a los poderes públicos que cumplan con su cometido, que es poner fin a la cultura del descarte que predomina en las políticas sociales contemporáneas.

Por Marcelo López Cambronero