Ahora en Semana Santa, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos recibirán el bautismo. Es oportuno, pues, preguntarnos en qué consiste este sacramento.
Podríamos decir, inicialmente, que con este sacramento se nos perdona el pecado original y todos los pecados personales cometidos hasta entonces.
“¿Pero qué pecado ha cometido un bebé?”, podríamos preguntarnos.
Como hijo de Adán este bebé perdió el Paraíso, y la gracia sobrenatural, del mismo modo que un bebé se queda sin casa tras su padre dilapidar su fortuna. Una vez perdida, ya no pueden reclamarla los que pudieron ser herederos. Con el bautismo y el perdón consiguiente, que es consecuencia de la Salvación que ofreció Jesús en la Cruz, y su posterior Resurrección, este niño, y cualquiera de nosotros, recupera la oportunidad de entrar al Paraíso y recobrar la gracia sobrenatural.
Pero no sólo se nos perdonan, sino se nos borran los pecados. Así, de entrar en el Paraíso, no hay riesgo ninguno de que allí nos sintamos incómodos, pues nadie nos va a estar machando los pecados cometidos porque ya no habrá ninguno. Con el bautismo, todo pecado se borra.
Con el bautismo, en cierto modo, no somos nosotros los que entramos al Paraíso sino que el Paraíso es el que entra en nosotros. Limpios de pecado, Dios, la Santísima Trinidad, no tiene ya escrúpulo por entrar en nuestros corazones y habitar allí. El Padre nos convierte en sus hijos; el Hijo, que es la Viña, nos convierte en sus sarmientos, y el Espíritu Santo nos convierte en su templo.
Ya dentro de nosotros, Dios nos llena de su vida, nos concede gracia sobre gracia, y nos santifica. Lo que estaba marchito por el pecado, ahora florece y rinde frutos de fe, de esperanza y de amor. No sólo recuperamos los privilegios de Adán de habitar en el Paraíso. “Félix culpa”, exclama san Pablo, pues ahora con el bautismo no entramos sólo al Paraíso sino nos convertimos además en miembros del cuerpo de Cristo, y ya en Él gozamos de la misma vida de Dios, prerrogativa que ni los mismos ángeles disfrutan.
Con el bautismo nos convertimos en parte de la Iglesia de Dios. Y como pueblo de Dios, somos un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes: profetas por ser llamados a proclamar la Verdad; sacerdotes por unirnos en el sacrificio de Jesucristo mismo en favor de la salvación de todos los hombres; y reyes por alcanzar la libertad, el poder y la gloria que corresponde a los hijos de Dios.
Con el bautismo no sólo nos convertimos en un pueblo santo, también nos convertimos en un pueblo que, por nuestra unión con Jesucristo, santifica este mundo y lo regenera, contribuyendo con nuestras obras en la Nueva Creación, según la fuerza renovadora del Amor, que es el mismo Dios.
Con el bautismo, no sólo gozamos el Amor de Dios, sino somos mensajeros e instrumentos de ese Amor, haciéndolo extensivo a cada hombre, a cada hermano.
Ciertamente, esto lo sabemos por la santa fe. Y es este don de la fe el que se derramará sobre los catecúmenos una vez reciban el bautismo en la Vigilia Pascual.
Por Arturo Zárate Ruiz