Este 1° de mayo celebramos el Día del Trabajo. Es ocasión pues para reflexionar sobre cuáles deben ser las prioridades para mejorar la vida de los trabajadores. Creo que debe serlo la reducción de la jornada laboral de 48 a 40 horas.
La prioridad entre distintos grupos políticos es, sin embargo, un aumento del salario mínimo. Y no dudo que un buen salario sea muy importante para la mayoría de los trabajadores. Conocí a una psiquiatra que alguna vez propuso darles Prozac a las trabajadoras de la maquila, en Matamoros, para combatir su depresión. Mi hermano, también médico, dijo: “Mejor sería un buen salario”.
Hay riesgos, sin embargo, en concentrarse en el aumento de los salarios mínimos. En ocasiones en lugar de servir para empujar una mejor paga, sirven como excusa para no pagar más, cuando la misma demanda laboral permitiría salarios mucho más altos. Otro riesgo es pensar que un nuevo salario mínimo bastará para dejarnos contentos a los trabajadores. Siempre uno desea más.
El problema es que muchas cosas que deseamos no se conseguirán con más dinero, aun cuando el incremento fuese considerable. Venga un ejemplo aunque suene a cliché: el amor no se compra con dinero.
En especial el amor que les debemos a nuestros hijos. Y este amor no podemos ofrecerlo adecuadamente cuando carecemos de tiempo para ello.
La jornada diaria es actualmente de ocho horas. Parecería suficiente el tiempo restante para brindar la atención debida a la familia. Sin embargo, en la mayoría de las ciudades medias y grandes de México esas ocho horas se transforman en al menos 12 horas fuera del hogar por los traslados desde o hacia los lugares de trabajo (no hablemos de además ir al banco o a hacer un trámite en una oficina de gobierno). Se sale de la casa antes de siquiera ver si desayunaron los hijos o se fueron a la escuela. Se regresa ya tarde y, por las labores del hogar que faltan por hacer, apenas se saluda a los niños antes de irse a dormir. Éstos finalmente se crían sin la intervención de los padres, y en el vacío del amor. Si les va bien a estos niños, aprenderán aritmética, lectura y redacción en la escuela. Si les va bien, tendrán amigos en la calle. Si les va bien a los padres, podrán distraer a los niños sentándolos frente al televisor, el cual san Juan Pablo II definió como “niñera electrónica”, permitiéndose una dosis de ironía. Sin embargo, los valores y el cariño, que sólo pueden ofrecérselos sus padres, no los reciben los niños porque aquéllos siempre están fuera de casa.
Suponer que el Estado supla esta responsabilidad que los padres no cumplen por falta de tiempo es un error. El papa León XIII nos lo advierte: “Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares es un error grave y pernicioso”.
Aunque no es un personaje que comparta los valores católicos, el expresidente de Uruguay Pepe Mujica lo explica así:
“En la casa se aprende a: Saludar, dar las gracias, ser limpio, ser honesto, ser puntual, ser correcto, hablar bien, no decir groserías, respetar a los semejantes y a los no tan semejantes, ser solidario, comer con la boca cerrada, no robar, no mentir, cuidar la propiedad y la propiedad ajena, ser organizado. En la escuela se aprende: Matemáticas, lenguaje, ciencias, estudios sociales, inglés, geometría y se refuerzan los valores que los padres y madres han inculcado en sus hijos”.
También Mujica dijo: “No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar”.
Sí es labor del Estado, sin embargo, el proteger a las familias. León XIII, al respecto, dice:
“Así, pues, los que gobiernan deber cooperar… haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos… Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias”.
Debe el Estado pues contribuir a este propósito dándoles a los padres el tiempo para encargarse de sus labores en el hogar. Podría lograrse esto reduciendo la jornada laboral de 48 a 40 horas.
El descanso para la mayoría sería el sábado y el domingo, el cual ya lo goza la burocracia mexicana. ¿Por qué no el resto de los trabajadores? Los padres tendría así más tiempo para abocarse no sólo a sus familias, sino también para rendir el debido culto a Dios. León XIII dijo al respecto:
“En todo contrato concluido entre patronos y obreros debe contenerse siempre esta condición expresa o tácita: que se provea a uno y otro tipo de descanso, pues no sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito exigir ni prometer el abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios o para consigo mismo”.
por Arturo Zárate Ruiz