Si me preguntan mis hijos el porqué de ir a Misa los domingos, la respuesta más fácil es recordarles que lo ordena Dios (en su tercer mandamiento) y la Iglesia (en su primer mandamiento).
Pero ni Dios ni la Iglesia son unos mandones que nomás nos ordenan cosas a capricho. Nos lo ordenan porque Dios tiene sus razones y porque nos conviene a cada uno de sus hijos.
Dios tiene, por supuesto, sus propias razones. Nos ama con tal locura y Pasión que hasta murió por nosotros en la Cruz. Cualquiera que haya estado alguna vez enamorado podrá darse cuenta de los intensos deseos que tiene el amante de ver a su amada, tan así que, cuando no la ve, sufre por su ausencia. El amante quiere estar con su amada, y mirarla, y saludarla, y abrazarla, y gozarse con ella. Cuando no ocurre así, su corazón llora.
Y no es que Dios necesite de nosotros. A Él, nada le falta. A quienes les falta somos nosotros. Como una madre, Dios quiere instruirnos con su Palabra para enseñarnos el camino y hacer el bien. Además, Dios quiere tenernos a su lado como una madre que sabe que debe alimentar a sus hijos. Sin sus cuidados, no ella, sino sus hijos perecerían. Sin Dios, que se nos da como comida en cada misa, no alcanzaremos la vida eterna.
Debemos, pues, ir a Misa por nuestro propio bien, por nuestra salvación.
Pero hay quienes dicen que no necesitan ir a Misa para portarse bien o para platicar con Dios.
Quien así piensa no puede ser tan bueno como presume. No aprecia, por ejemplo, el reunirse con la familia de Dios. Quiere nomás reunirse solo, sin compañía de otros, con Dios. Eso puede hacerlo durante cada momento del resto de la semana. Pero cuando es posible reunirse como familia, dice “no”. Y al decir “no”, rechaza no sólo a la familia de Dios, sino también a la voluntad de Dios.
Dios nos quiere, sí, de manera personal. Nos conoce y ama uno a uno. Pero también nos quiere como familia, como pueblo suyo, y quienes no se reúnen el domingo con esta familia, no quieren pertenecer a la familia de Dios. Es como querer reunirse y saludar a mamá, pero no querer reunirse al mismo tiempo con los hermanos. Eso a mamá no le gusta de ningún modo y habla muy mal de quien así lo prefiere: no tiene disposición de amar a sus hermanos. Se dice cristiano pero se olvida de que la señal de los cristianos es amarse como hermanos.
Se le olvida también que, en la Misa, unidos a Cristo, somos ofrenda de agradecimiento a Dios y sacrificio para la expiación por nuestros pecados. Dice san Agustín, que toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, es ofrecida como sacrificio universal a Dios por medio del gran sacerdote (Cristo), que también se ofreció a sí mismo en la pasión por nosotros para que fuéramos cuerpo de tan extensa cabeza. Quien se niega a participar en Misa, no se une a Cristo ni como ofrenda ni como sacrificio. Niega así la necesidad de la redención, a través del sacrificio en la Cruz, para conseguir la salvación. Y niega su agradecimiento a Dios por todas las bendiciones que recibe.
No es sólo imprudente e ingrato, se niega además a recibir más bendiciones. Dios nos lo da todo, hasta a su Hijo para ser salvos. Ir a Misa, sin embargo, es acumular bendiciones sobre las bendiciones ya recibidas. Negarse a la Misa es negarse a estas bendiciones y perder la santidad.
Por supuesto, quien así procede es difícil que siga siendo bueno. Rechaza la gracia santificante y podría perder incluso la gracia actual, necesaria para convertirse y volver a Dios, y necesaria para obrar con la mínima bondad, la mínima “decencia” dirían algunos, que nos permite interactuar en sociedad.
Al final, quien así procede se hace daño a sí mismo y, abandonándose a las malas inclinaciones, es un peligro también para los demás.
En el caso remoto de que conservase la mínima decencia, a quien así procede le ocurrirá como a quienes, dizque por su múltiples ocupaciones, se negaron a asistir a la fiesta del Rey. Éste les retiró las invitaciones y se las dio en cambio a quienes, desde la perspectiva mundana, valían poco. Como éstos sí asistieron a la fiesta, estos fueron quienes finalmente disfrutaron del Banquete Eterno. Los que no asistieron, se quedaron fuera, y allí fue el llanto, el rechinar de dientes y la desesperación.
por Arturo Zárate Ruiz