Son pocas las ocasiones en las que podemos asistir al bellísimo rito de consagración de una nueva Iglesia, en el que se ponen de manifiesto de forma paradigmática ciertas características de nuestra fe que en otros momentos no nos son tan evidentes. Me refiero en concreto a su carácter y carnal y a su ser pueblo.
En este ritual se muestra que el nuevo templo es la casa de Dios porque está allí Cristo sacramentado y porque en ese mismo lugar se reúne su pueblo. En un determinado momento el obispo se llena físicamente las manos de aceite consagrado y empapa el altar recubriéndolo de un santo baño, de una pátina que absorberá la piedra para siempre. Después se marcan las paredes con el mismo óleo. Es un acto muy notoriamente corporal en el que un hombre, sucesor de los apóstoles, se unta para ungir el altar con el aceite con el que se unge a los bautizados, son signados los confirmantes y son ordenados los sacerdotes y obispos. Lo que se hace en el espacio físico es lo mismo que se hace con el pueblo, porque templo y feligreses constituyen una unidad.
Antes de que la Ilustración quisiera incluir a todas las religiones en el mismo saco como “ismos”, es decir, como propuestas ideológicas, el cristianismo se solía nombrar sencillamente con la palabra “Iglesia”, en referencia tanto al lugar de encuentro de la comunidad como a la comunidad misma. No había una diferencia en el lenguaje entre una cosa y otra porque lo uno y lo otra tenían la misma misión de acogida del Señor. El templo es casa como nuestro corazón es casa y ambos lo son porque son abrazados por Cristo y ungidos por el Espíritu.
A veces los cristianos, Francisco insiste en ello constantemente -también en la última Exhortación Apostólica- nos hemos vuelto demasiado “ilustrados” y hemos considerado también que la religión que profesamos consistía en una “sucesión de creencias”. Fatal error. Somos cristianos porque Él nos acoge como miembros de Su cuerpo, por la gracia de Dios, y lo somos en una comunidad, en un pueblo, que es la Iglesia. Un pueblo paradójico, pecador por su carnalidad y santo por el abrazo de Cristo. El mejor pueblo, el más bonito y por el que merece la pena dar la vida.
Por Marcelo López Cambronero