Si yo le preguntara, ¿qué fresco encontramos en el centro de la bóveda de la Capilla Sixtina? Tal vez usted pensaría que debe tratarse de la famosa imagen de la creación de Adán. Sin embargo, sorprende que Miguel Ángel no eligiese esta opción y no situase en el centro del conjunto la aparición del ser humano sobre la tierra. ¿Por qué? Porque la creación no estuvo completa hasta que el hombre no tuvo un otro con el que recorrer el camino hacia el Padre: el centro de la bóveda de la Capilla Sixtina lo ocupa la creación de Eva.
El Papa Francisco no ha frecuentado mucho esta magnífica y grandiosa Capilla, que sobrecoge por su belleza a todos los que se acercan a los Museos Vaticanos, pero las veces que ha celebrado en ella o que la ha visitado me parecen muy significativas. Destacaré algunas:
En una de ellas bautizó a 26 niños. Aquello fue muy comentado porque Francisco, al ver que la ceremonia se alargaba y que algunos bebés comenzaban a llorar, animó a las madres para que no tuvieran vergüenza en amamantarlos. Las mujeres estaban allí unidas al destino de Eva, porque la mujer es la vasija que es Señor ha elegido para el cuidado de la vida naciente, para su nutrición y también para, junto al padre, ayudar a los hijos a recibir el bien más grande que una pareja puede custodiar, el regalo más valioso que se puede ofrecer a la descendencia: “No se olviden que la más grande herencia que ustedes pueden dar a sus hijos es la fe” -dijo entonces.
La segunda ocasión que me gustaría señalar es su primera misa como Papa, ante el colegio cardenalicio que acababa de elegirle. Allí insistió en la necesidad de edificar la vida cristiana sobre la roca firme de Jesús, y nosotros no olvidamos que Cristo mismo señaló a Pedro como la piedra que Él utilizaría para construir su Iglesia.
La tercera fue su aparición inesperada para saludar a un grupo de indigentes que visitaban la Capilla Sixtina. Él fue a verlos, a estar entre ellos, mostrando que Pedro, y todos, necesitamos que esa piedra esté vivificada con el afecto por nuestro hermano que sufre, porque en él está especialmente presente el rostro humanamente herido del Crucificado.
Por Marcelo López Cambronero