El Evangelio nos revela el secreto de la felicidad: cómo podemos vivir con Jesús “otra” vida, desde aquí abajo y para siempre. Nos revela como escapar a la muerte, no a la muerte física, que en último término es sólo una etapa de la vida ‑ sino a la verdadera muerte: la muerte interior, la que mata definitivamente: Jesucristo nos dice: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Cuando habla del grano de trigo: Jesús habla de sí mismo.
¿Qué le sucedió a Jesús? Lo que sucede también hoy a los hombres comprometidos, hombres que se entregan por sus convicciones.
Cristo molesta a los hombres de su tiempo. Entonces se le espía, se le persigue, se busca una ocasión para arrestarlo. Y una noche lo toman preso, porque un amigo lo traiciona. Después de un juicio injusto, lo condenan. Lo torturan y lo ejecutan.
Ahora, ¿aquellos hombres lograron realmente “quitar” la vida a Cristo? No, porque aún clavado en la cruz Jesús es verdaderamente libre. Cuando los hombres creen que le han quitado la vida, Él la salva de la muerte dándola libremente a su Padre, por la salvación de los hombres: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”.
Pensemos un momento en nuestra vida, la hemos recibido y la recibimos cada día. Nos viene de Dios, porque nadie se ha dado la vida a sí mismo. Nosotros no somos los propietarios absolutos de la vida recibida que está hecha para circular. Es como el agua viva del río: si queda estanca se queda dormida, se pudre y se muere.
El único medio infalible, para escapar de la muerte: es el amor. En efecto, amar es no guardar la vida para sí mismo, sino darla. Porque amo, doy un poco de mi tiempo, de mi vida. Pero nadie puede dar su vida si no renuncia a ella, si no renuncia a algo de su vida. Esta renuncia para poder dar, es una forma de morir a sí mismo. Por eso, quien quiera vivir, tiene que amar.
Amar así, auténticamente, no es fácil y no siempre nos resulta. ¿Por qué en ciertos momentos estamos cansados de vivir? Yo creo porque vivimos sólo con un 25 o 30 por ciento de vida. El resto permanece inutilizado, encerrado, bloqueado.
¿Por qué experimentamos con tanta frecuencia en nuestro corazón un sabor de muerte? Porque estamos cubiertos de pedazos de vida muerta, que impiden que brote la alegría de la vida.
Son p.ej. mis pequeños o grandes sufrimientos, hundidos en lo profundo de mi corazón, y que pudren y envenenan mi vida. Todo lo que no he aceptado ni digerido: a mí mismo, lo que soy o lo que no soy; mi excesiva sensibilidad, mi corta inteligencia, mi enfermedad o mi vejez…
O tal vez no acepto a los demás: el hogar que tengo o que no tengo; mi cónyuge, que no es el/la que yo había soñado; o simplemente mi vecino, mi colega que me resulta molesto…
Quizás no acepto mi pasado, los hechos de mi vida: la educación que he recibido, el examen que no aprobé, el alejamiento de mis hijos, la muerte de un ser querido…
No se trata de resignarse ‑ Jesús no se resignó pasivamente ante lo que le sucedía. Se trata de luchar con todas las fuerzas contra todo lo que está mal.
Pero, al mismo tiempo, se trata de no esconder nada, de no guardar nada: como el grano de trigo que rehúsa morir y niega la vida a la espiga; como un Jesús que no ofrece su sufrimiento y bloquea la redención del mundo.
Queridos hermanos, busquemos todos en lo profundo de nuestro corazón lo que hemos negado amar, lo que hemos rehusado dar, tal vez desde hace meses o años. ¿Para qué sirve la vida si no es para darla? “El que quiere guardarla la pierde, y el que quiere darla la encuentra”, nos dice Jesús. Hermanos, ¡he aquí el secreto de felicidad!
Por Padre Nicolás Schwizer