Providencial la canonización del Obispo salvadoreño, Monseñor Romero, y la de S.S Pablo VI, conocidos de muchos contemporáneos nuestros. Ha ocurrido en estos momentos en que, un día sí y otro también, la Prensa publica las cifras de sacerdotes abusadores. Nos indigna; pero no nos aturde. Nos duele; pero no mata nuestro amor a la Iglesia, amor de hijos: al verla sacudida, aún la amamos más.
Jamás se habla de tantísimos sacerdotes honorables – son la mayoría-, y no faltan sacerdotes y obispos santos. Sobresalen por su ejemplaridad. Son espejos de la santidad de la Iglesia por su identificación con el Evangelio. Están llenos de caridad y celo apostólico; viven, en sí, los problemas de los demás como si fueran suyos; verdaderos padres espirituales, cercanos y amigos de los que sufren enfermedades, injusticias o carencias materiales.
El hecho de que no sean noticia, no es porque se desconozca su vida y virtudes, que no están bajo tierra. Ahora vuelve la retahíla de los curas abusadores en Pensilvania, en EE UU. Me entero de que “se han investigado casos de varias décadas atrás, incluso de hace casi ochenta años -década de los 40”; de que “muchas de las víctimas han fallecido, así como los autores”.
Difundir noticias que vienen de terceras personas, no es camino seguro para conocer la verdad. Cuando se publican nombres de curas «verazmente acusados», no se puede estar seguros de que todos los casos sean ciertos. Sucedió hace unos años en Hispanoamérica: un exseminarista acusó al Obispo de haber abusado de él cuando era Director Espiritual del Seminario. La noticia apareció en grandes titulares de periódicos. Después, pidió perdón al Obispo. Motivo de la calumnia: contrajo el Sida y necesitaba dinero. La corrección no se resaltó en la Prensa.
Por Josefa Romo