En los primeros tiempos del Cristianismo, era costumbre celebrar a los mártires individualmente considerados; después, colectivamente. La Fiesta de Todos los Santos se inició en el siglo VIII con el Papa Gregorio III, que fijó su fecha el 1 de noviembre; después, la instituyó Gregorio IV (s. IX) para toda la Iglesia.
En este día se conmemora, también, a los santos no canonizados, santos anónimos: pasaron por esta vida haciendo el bien, en cumplimiento de la voluntad de Dios (“la voluntad de Dios es vuestra santificación” 1 Tesalonicenses, 4, 3). Como dice el Papa Francisco, “tenemos «una nube ingente de testigos» que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta; y, entre ellos, puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas. Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor” (Gaudete et exsultate). A un sacerdote, le oí decir: “confío mucho en la intercesión de mis padres”.
El Día de los Santos celebramos la Vida y la Alegría: festejamos a todos los que ya han llegado a la meta y gozan de la presencia divina, felicidad indescriptible. “El hombre es creado para alabar y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma. Y las otras cosas de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que fue creado.” (San Ignacio. Ejercicios Espirituales).
Por Josefa Romo