Con la memoria aprendemos. Con lo aprendido actuamos. Así vivimos unidos a muchas personas mientras ponemos en práctica mil tareas cotidianas.
Es un don inmenso la memoria. Tan grande, que desde ella recordamos nombres, fechas, lugares, claves, páginas de Internet.
La tecnología moderna consigue producir aparatos mucho más precisos y más rápidos que la frágil memoria humana. Pero incluso esos datos tienen sentido si son aceptados o rechazados desde mentes humanas que los recuerdan o los olvidan.
San Agustín, en sus “Confesiones”, constataba los misterios de esta dimensión humana, que también sufre por los límites (cuando no recordamos algo que nos interesa), y que se alegra por sus éxitos.
La memoria nos permite hablar uno o varios idiomas, comprender lo que nos dicen, manifestar a otros lo que pensamos y queremos. Ya esa simple dimensión comunicativa es motivo de admiración y gratitud.
En la memoria quedan recuerdos del pasado. Algunos intensos: podemos evocarlos casi como los vivimos en su momento, o incluso con emociones añadidas con el paso del tiempo.
Otros recuerdos quedan ensombrecidos, como sepultados por hechos más recientes que acaparan nuestra atención y que “ocupan”, según la metáfora de san Agustín, más “espacio” en nuestro interior.
Entre esos recuerdos están los de aquellos seres gracias a los cuales existimos. Padres, abuelos, bisabuelos: atrás y atrás, en las generaciones, la memoria llega hasta fronteras más o menos definidas.
Uno de esos seres, el más importante, el más amoroso, el más creativo, es Dios. Porque también la memoria puede mantener vivo en nuestro corazón el dato que explica y justifica toda nuestra existencia humana: de Dios venimos y hacia Dios vamos.
Sí: la memoria es un gran don. Podemos usarla para correr hacia el bien que tanto necesitamos, para llamar a un amigo necesitado, para agradecer los beneficios recibidos de un familiar, para llegar a tiempo a la cita de esta tarde.
Con la memoria seguimos en camino. Porque también ella nos permite mirar hacia adelante, apoyados en lo que el pasado ha dejado en nuestros corazones, y con la esperanza de que el triunfo definitivo está en manos de un Dios bueno, justo y misericordioso.
Por P. Fernando Pascual