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El contraveneno

Todos tenemos mil razones para hacer de nuestro gesto una triste panoplia. Llevamos capas y más capas de amargura ganada al pulso de una vida a la que tildamos de «valle de lágrimas», con el sabor medieval la repetida antífona. Enfermedades, ausencia de seres queridos, traiciones, sueños truncados, decepciones, medianías, ruinas, desprecios, olvidos… Quien no tenga una baraja de motivos para ser infeliz que levante la mano. Mucha gente narra su vida exclusivamente de ese modo: saltando de dolor en dolor, de afrenta en afrenta, de muerte en muerte, como si la vida fuera un castigo cuajado de injusticias. Al mirar a su alrededor valoran lo perdido y no lo ganado (se niegan o no saben mitigar la añoranza por quienes fallecieron con el regocijo que traen los recién llegados), lo corrupto y no lo que renace (los ojos se les clavan en el monte calcinado y no en los renuevos que vuelven a reverdecer las laderas), revolviéndose a cada cambio que pueda poner en peligro el orden dictado por sus recuerdos. La vida, para ellos, detuvo su andar en un momento señalado, generalmente, por un infortunio que decreta el compás atormentado del tiempo.

Como el ser humano es, por definición, un luchador contra los avatares, hay muchos más hombres y mujeres que cargan en sus hombros el saco de los reveses después de haberlo cerrado con un nudo doble y bien prieto.

El contenido del saco les pertenece. Es parte indispensable de la experiencia que acumulan y les ayuda a continuar hacia delante, con las heridas sanadas con el arrepentimiento y el perdón.

Aunque vayan descompensados por el peso, rompen a caminar aceptando que sus faltas y limitaciones son parte también de su maravillosa individualidad. Por eso, cuando alguien les detiene para interesarse por el balance de sus años, se reconocen satisfechos, felices incluso, sin que ninguna sombra caiga en su mirada.

Llevamos penas, penas dañinas, de esas que atraviesan, que hielan, que rompen en añicos la fortaleza del más pintado. Nadie se libra. La tristeza es un cheque en blanco que nos entregaron al nacer, con espacio suficiente para una hilera llamativa de cifras.

Pero la vida transcurre en torno a las dualidades: con el cheque del padecimiento también recibimos el de la alegría, que lleva el mismo hueco para escribir otra cadena de números. Nada es blanco ni negro, al menos en su totalidad: son los matices los que dan la verdadera dimensión a las cosas. Quien desde la viudedad se duele del hueco dejado por la persona amada (con todo su derecho, porque el corazón no entiende de razones), también puede agradecer el tiempo compartido.

La dualidad nos facilita el disfrute del amor y de la familia, los buenos ratos con los amigos, el enriquecimiento personal que traen el trabajo y las aficiones, la contemplación de la naturaleza, la predilección por el prójimo vulnerable y el descubrimiento y el trato confiado con Dios. Nada de lo enumerado, sin embargo, tiene fuerza para arrancar los clavos que nos atraviesan, que a su vez son necesarios para sostenernos firmes. Esos clavos arañan nuestro amor y pinchan muchos momentos familiares; hieren la amistad, relativizan los beneficios del trabajo y limitan nuestras habilidades; no nos ponen fácil escapar de las garras de la ciudad para salir y gozar del campo, nos hacen pasar de perfil ante las necesidades de los demás y nos provoca cierta apatía ante lo trascendente.

Santa Teresa de Calcuta, a la que voy y vengo desde hace tantos años, navegó por los infiernos del mundo. Sus ojos vieron y sus manos tocaron argumentos para renegar de la vida. Lo peor de la condición humana -que no está encarnado en sus necesitados sino en gente como tú y como yo, indolente a lo que ocurre más allá de nuestra fácil comodidad- pasó por sus labios en largas horas de oración ante Jesús agonizante.

Ella sabía que a los sufrimientos con los que llegamos a la vida, los pobres tienen que sumar otro tanto: abusos, maltratos, hambre, frío y olvido. Cuando le preguntaban por una solución en la que todos pudiéramos contribuir, firmaba una sola receta: la sonrisa. Esa es la medicina contra el dolor, la espada con la que vencer al mal, el contraveneno, el reverso, el imán de la alegría.

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Por Miguel Aranguren

Publicado en la edición impresa de El Observador del 28 de octubre de 2018 No.1216