Monseñor Romero fue doblemente mártir: por las calumnias y por las balas, afirmó el Papa Francisco. San Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de san Salvador, recién canonizado, ejerció su ministerio durante los años de la llamada “guerra fría”, cuando las ideologías totalitarias se disputaban la rica herencia religiosa latinoamericana para provecho propio y sometimiento ajeno.
Dos eran los principales rivales que reñían por la presa: El liberalismo capitalista, que considera el lucro personal como motor esencial del progreso económico y defiende la propiedad privada como derecho sin límites ni obligaciones; y el Colectivismo marxista, igualmente materialista, negador de Dios y de la dignidad humana y reductor del hombre a simple mercancía. “Ambas ideologías se inspiran en humanismos cerrados, uno debido a su ateísmo práctico y otro al ateísmo militante” (Cf DP 546). Uno adora al becerro de oro y otro lo encierra en el corral.
Terciaba en la contienda la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que defiende y propaga un modelo económico-político elitista y menospreciador del pueblo. Propicia un sistema represivo, de guerra permanente, que busca legitimarse con el nombre de la civilización cristiana, pero que no cuadra con el Evangelio. Dibuja con el barniz cristiano una grosera máscara para las élites políticas y militares y termina persiguiendo a la Iglesia católica en la persona de sus obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas y ministros de la Palabra.
Con el Evangelio en una mano y el Catecismo en la otra, Monseñor Romero salió en defensa de la dignidad humana, de los derechos de los pobres, de la libertad de la Iglesia y de una vida digna y tranquila para todos. “En el nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”, dijo en su última homilía. La respuesta fue un disparo.
Monseñor Romero, nacido pobre vivió pobre en medio de sus pobres. Hoy se le llama Protector de los pobres. Su pobreza llegó hasta lo más sagrado de un ser humano, su buena fama. La vileza de sus enemigos buscó lastimarlo mediante la calumnia, arma de los cobardes. Nuestra Santa Madre la Iglesia no suele precipitarse en sus juicios sobre las personas y con sabiduría discierne y valora sus méritos y virtudes. Esto suele quedar encubierto para los hombres sin fe, ignorantes de las cosas de Dios.
Esta ley evangélica adquirió vigencia con el mismo Jesucristo, quien advirtió a sus discípulos de persecuciones, de falsos testimonios, de calumnias y traiciones hasta por parte de amigos y familiares: “Dichosos serán ustedes cuando los injurien y persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mía” (Mt 5,11s), nos enseñó. No hay cristiano verdadero sin persecución injusta. Así sucedió con san Paulo VI, “el gran Papa de la modernidad”, canonizado junto con Monseñor Romero; así está sucediendo con el actual obispo auxiliar de Managua, Mons. Silvio Báez, calumniado y amenazado por el gobierno del ex-revolucionario Daniel Ortega, ahora dictador y perseguidor de la Iglesia, a la que pretendió cortejar. De esto también sabe el Papa Francisco, como lo sabe por una larga y dolorosa experiencia la Iglesia católica en México. La sangre de san Oscar Romero, derramada como la de Cristo y sobre su mismo altar, recoge el dolor y las lágrimas de todos los sembradores y seguidores de la fe católica entre nosotros, con la esperanza que no se derrame una gota más y que purifique la que llevan en sus manos los perseguidores de la Iglesia y de sus Pastores.
Por Mario De Gasperín Gasperín