Las nuevas generaciones han crecido con la sensación de que la Iglesia estaba enfadada con el mundo, encerrada en sus discursos y siempre mirando a los errores y faltas de los demás. Los mandamientos se percibían, desde este punto de vista, como mandatos atávicos que seguían los miembros de una ideología, que se llamaban a sí mismos cristianos.
Por supuesto que esto no es cierto y no lo ha sido nunca, pero hay que reconocer que sin el encuentro con Cristo, sin penetrar en el núcleo mismo de la Iglesia, esta percepción podía estar justificada. Durante décadas la voz pública del pueblo de Dios pareció estar secuestrada por los moralistas, que se interesaban mucho por temas que son importantes, como el aborto, los anticonceptivos o la eutanasia, pero que con frecuencia olvidaron que las reflexiones sobre estas cuestiones sólo alcanzan su luz y su esplendor en la Presencia de Cristo. Si no se le percibe en nuestras palabras, en nuestra manera de hablar y actuar, lo que digamos en estas áreas no serán más que regañinas que a nadie interesan y de las que se prescinde con toda jovialidad.
Francisco intenta que volvamos a comprender cuál es el sentido de los mandamientos: signos que indican el camino hacia la plenitud de la vida. Por eso insiste en que hemos de situarnos antes ellos, como en general ante la Palabra de Dios, con el deseo de felicidad y de belleza a flor de piel.
Porque el problema de nuestro mundo no es sencillamente el desprecio o el abandono de la religión. Es algo previo. Es situarse ante la vida con escepticismo. Es estar convencidos de que la vida no tiene sentido, de que no hay un destino bueno, y eso hace que el corazón se achique y resquebraje, volviéndose incapaz de mantener la altura de nuestro deseo.
Los mandamientos no son órdenes sino caricias. Son los consejos de un Padre bueno que, dejándonos toda la libertad, nos indica cuál es el camino real y verdadero que conduce a la felicidad. Para entenderlos hay que mirarlos “como hijos, no como súbditos”.
Por Marcelo López Cambronero