En este tiempo de Adviento, debemos renovar nuestra conversión: cambiar nuestra vida, volver a Dios. Y la mejor expresión de esta actitud es la confesión.
Quiero invitarles a reflexionar, un momento, sobre el sacramento de la confesión, la reconciliación.
Conocemos todos la palabra de Jesús: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15,7). Por eso, la confesión es el sacramento que produce la mayor alegría en el cielo, porque se alegra más por un solo pecador que se confiesa, que por 99 justos que se creen dispensados de ella. Pero, por desgracia, no sucede lo mismo en la tierra: a pocos les gusta ir a confesarse; pocos se alegran por ello.
En los tiempos de Cristo, las cosas eran totalmente distintas. Recordemos como en el Evangelio el perdón terminaba, muchas veces, en un banquete: Zaqueo, sorprendido sobre el árbol, prepara, lleno de alegría, una fiesta. Mateo, el publicano, cierra su oficina de tributos, invita a sus colegas y celebra un banquete. El Padre del Hijo pródigo mata el ternero cebado para festejar así la vuelta de su hijo.
Gracias a Jesús, todas las faltas se convertían en faltas benditas, a causa del amor con que sabía perdonarlas. Era necesario ser Dios para perdonar de aquella manera, para que la falta cometida causara amor y alegría.
Solo Dios sabe hacer de su perdón un recuerdo luminoso. Se encuentra tan feliz perdonando, que los pecadores ya no se sienten disgustados, si no alegres, comprendidos, útiles.
Jesús vino a este mundo solo para curar y salvar a los pecadores. A ellos consagró todo su tiempo, su energía y su amor. Él mismo nos dice: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos; no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores.” (Mc 2,17)
Lo mismo pasa con un niño: mientras no ha estado enfermo, ignora hasta que punto lo ama su madre. Pero cuando el niño está en cama, su madre tiene el gozo de poder gastar, por fin, toda su reserva de amor.
Dios también es así. Cuando estamos enfermos, cuando nos sabemos y reconocemos pecadores, entonces Dios puede mostramos su amor, su alegría de cuidarnos y curarnos.
Cuando estamos bien de salud, corremos tan de prisa que Dios no puede alcanzamos. Pero cuando un día entramos en el confesionario, Dios dispone, por fin, de la ocasión propicia para explicamos cómo nos ama.
El Padre Kentenich, fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, dijo muchas veces en sus últimos años de vida: Todos tenemos dos títulos ante Dios. Uno es el de la MISERICORDIA de Dios, con la cual podemos contar siempre.
El otro es el de la POBREZA personal. Porque Dios no puede resistir la debilidad de sus hijos, si la conocen y reconocen. No puede negarse cuando ve al hombre afligido por su pobreza.
Esto es entonces la confesión: el descubrimiento de que Dios nos ama y de que su amor puede transformar toda nuestra existencia. Así nos revela un amor, una vida, una alegría muy superiores a nuestros pecados, y que nos permiten prescindir de ellos.
Es lo que Dios nos dice cuando nos confesamos: que nos ama, que nos perdona, que se alegra de absolvernos. Él nos dice incansablemente, que seguimos siendo sus hijos muy amados y que, a pesar de todo, Él sigue poniendo en nosotros su complacencia y su esperanza.
El pecado original se hizo en el orgullo: fue rechazar a Dios, fue querer prescindir de Él.
La redención se cumple en la humildad: siempre tendremos que confesarnos, siempre tendremos que volver a aprender el amor del Padre en su perdón.
Pero entonces, poco a poco, va penetrando en nuestro corazón algo de ese amor, de ese cariño, de esa alegría, cuando somos perdonados. Y así comenzaremos a saber cuánto nos ama Dios, y comenzaremos a experimentar un amor nuevo con el que podremos corresponder a su amor. En la medida de ser perdonados y amados, aprenderemos nosotros mismos a amar.
Queridos hermanos, que éste sea, en este tiempo de Adviento, el signo de nuestra conversión definitiva, de nuestra preparación interior para Navidad, para la venida de Dios en medio de nosotros.
Por Padre Nicolás Schwizer