El nacimiento de Jesús es un acontecimiento tan insondable que Dios quiso prepararlo durante siglos anunciando su llegada a nuestro mundo por boca de los profetas que hablaron en Israel. El Creador quiso venir a su creación siendo creatura y viviendo en ella de manera admirablemente sencilla.
En efecto, Jesús nació en la humildad de un establo de una familia pobre, y unos sencillos pastores fueron los primeros testigos del providencial acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo, tal como lo proclama el himno Kontakion de la Navidad, de san Romano Melodio: “La Virgen da hoy a luz al Eterno y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible. Los ángeles y los pastores le alaban y los magos caminan con la estrella. Porque Tú has nacido para nosotros, Niño pequeñito, ¡Dios eterno!”.
Para celebrar la Navidad es preciso formar parte de la Navidad porque es un misterio que solamente sucede en nosotros cuando Cristo toma forma en nosotros, pues hacerse niño con relación a Dios es condición precisa para entrar en el Reino; para eso es necesario abajarse, hacerse pequeño; y más todavía, es necesario nacer de lo alto, nacer de Dios para hacerse hijos de Dios. Navidad es el Misterio de este admirable intercambio: “El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad”, tal como lo proclama la antífona de la octava de Navidad.
La Epifanía, por su parte, es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y con las bodas de Caná, la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos magos sabios venidos de Oriente. En estos magos, representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de ellos a Jerusalén, para rendir homenaje al rey de los judíos, muestra que buscan en Israel al que será el rey de las naciones.
Luego, la Presentación de Jesús en el templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor. Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que viene al encuentro de su Salvador. Jesús es reconocido así como el Mesías tan esperado, luz de las naciones y gloria de Israel, pero también signo de contradicción. La espada de dolor profetizada a la Virgen María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado ante todos los pueblos.
La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18) manifiestan la oposición permanente de las tinieblas a la luz, y así, toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él. Su regreso de Egipto recuerda el Éxodo y presenta a Jesús como el liberador definitivo.
Jesús compartió durante la mayor parte de su vida la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba sometido a sus padres y que “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 51-52).
Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen en nuestro mundo de su obediencia filial al Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a san José y a la Virgen María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo, manifestada en sus propias palabras: “No se haga mi voluntad”(Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de la restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rm 5, 19).
El hallazgo de Jesús Niño perdido en el Templo (cf. Lc 2, 41-52) es el único suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre los años ocultos de Jesús, y deja entrever en ello el misterio de su consagración total a una misión derivada de su filiación divina: “¿No sabían que me debo a los asuntos de mi Padre?”. María y José no comprendieron estas palabras, pero las acogieron en la fe, y María conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón, a lo largo de todos los años en que Jesús permaneció oculto en el silencio de una vida ordinaria. Feliz Navidad.
Por Roberto O´Farrill