Una acusación muy seria de los ateos contra los cristianos consiste en decir que, por tener nosotros toda nuestra esperanza en la salvación que nos ofrece Jesucristo después de morir, no nos preocupamos por nuestro bienestar aquí en la Tierra. Karl Marx lo resumió así: “La religión es el opio de los pueblos”. Según él, nos mantiene adormecidos con la esperanza en el más allá y por ello no transformamos las condiciones miserables de vida en que nos encontramos sumidos en este mundo.
Nietzsche particularizaría y nos acusaría a todos los religiosos de ignorantes que, por ensimismarnos en nuestras creencias, nos olvidamos de investigar cómo son las cosas: “Existen dos tipos diferentes de personas en el mundo, aquellos que quieren saber, y aquellos que quieren creer”.
Son acusaciones falsas.
Sucede que, si bien esperamos mucho de Dios, Dios a su vez espera mucho de nosotros.
Ya desde el Génesis nos hizo guardianes de su creación. No seríamos buenos guardianes si no nos preocupáramos de convertir lo que es un erial en un jardín. Fue en los monasterios que se produjeron la gran variedad de razas de ganado porcino, vacuno y aviar, así como las grandes variedades de verduras, y, ¿por qué no decirlo?, también quesos, vino y cerveza. Y para convertir el erial en jardín, por supuesto, hay que conocer bien las cosas, de modo que saquemos lo mejor de cada una de ellas. Imposible, con tal exigencia divina, el ser ignorantes. De hecho, los católicos hemos sido los fundadores de las grandes bibliotecas y universidades: Montecassino, Boloña, Salamanca, París, etc. En fechas recientes, Gabriel Mounton fue un sacerdote que diseñó el sistema métrico decimal. Pasteur, el de las vacunas, fue también un gran católico, como lo fue, Mendel, el descubridor de las leyes de la genética, Lamaȋtre, descubridor del “Big Bang”, y Lejeune, el descubridor del Síndrome de Down, entre otros.
Y, por la exigencia de las obras de misericordia, hemos sido, entre otras hazañas, los fundadores de hospicios, de hospitales, de servicios de salud pública, aun para los enemigos. Recordemos que la raíz latina de “hospicio” y “hospital” viene de “hostis”, “enemigo”. Los católicos tenemos la obligación de amar no sólo a los amigos, sino incluso a los enemigos, y para ellos fueron en gran medida los hospitales antiguos. Aunque no prohibamos terminantemente toda guerra porque en ocasiones, por amor a nuestras familias, debemos recurrir a la legítima defensa, la condición de la guerra justa incluye el que amemos a nuestros enemigos. Si tiene usted duda, lea el sermón de san Bernardo a los caballeros templarios.
Hemos sido los pioneros en defender a la familia y a los niños. Antes del cristianismo el infanticidio era de lo más común, como ahora, por la descristianización de la sociedad, es de lo más común el aborto.
Somos los pioneros en defender la dignidad humana. San Pablo lo dijo así: “ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús”. Con el arribo del cristianismo, la esclavitud fue suavizándose y convirtiéndose sólo en servidumbre. Si al esclavo podías matarlo, al siervo, no. En última instancia, para un cristiano, ese “siervo” es su hermano. Tras la rebelión de Lutero, fueron las grandes potencias protestantes, junto con el Islam, las que promovieron la esclavitud, no así las naciones católicas, especialmente España, por la prohibición continúa de ella por los papas.
Pablo III defendió así a los indios de América en 1537:
“Nos…, prestando atención a los mismos indios que como verdaderos hombres que son, no sólo son capaces de recibir la fe cristiana, sino que según se nos ha informado corren con prontitud hacia la misma; y queriendo proveer sobre esto con remedios oportunos, haciendo uso de la Autoridad apostólica, determinamos y declaramos por las presentes letras que dichos Indios, y todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre”.
Hemos sido los pioneros en declarar los derechos del hombre como anteriores a los del monarca o el Estado, como lo dijeron el Cardenal Bellarmino, Francisco de Vitoria y Luis de Molina, a punto de defender el derecho del pueblo al tiranicidio, de verse este pueblo sometido a continuas y horrendas injusticias por sus gobernantes, como lo propuso el padre Mariana.
Antes de los economistas clásicos como Adam Smith, fueron jesuitas los que promovieron y explicaron las bondades del libre mercado. El precio justo lo establecía el mercado. Entre otros, el padre Mariana defendió la propiedad privada, pidió el control de gasto público y condenó que los gobernantes produjeran dinero falso para costear sus gastos; hacerlo así producía inflación.
En fin, los católicos no sucumbimos a las modas intelectuales. Cuando la verdad está bien dicha, la seguimos repitiendo aunque la haya pronunciado un pagano hace 24 siglos, como Aristóteles, y la mejoramos en su exposición, como lo hizo santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, quien es hoy santo patrono de todas las escuelas.
Por Arturo Zárate Ruiz