Si, por las promesas de Dios, la Esperanza consiste en confiar en que gozaremos de Él en un futuro en el Cielo, ¿no sería un fin de esa espera el que disfrutemos ya de Él, de muchos modos, en esta vida?
Porque al comulgar cantamos y decimos sin error “Tan cerca de Ti, tan cerca de mí, que hasta lo puedo tocar, Jesús está aquí”. Al comulgar ya tocamos y ya nos alimentamos de Dios.
Y Dios se hace presente de muchas maneras en nuestras vidas.
La más sencilla es en el mundo natural que disfrutamos. Existimos por Dios. Nos lo recuerda el libro de la Sabiduría cuando dice “a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. Y nos lo dicen múltiples filósofos: nos sostiene Dios, pues nosotros no podemos existir por nosotros mismos. Dios está con nosotros en cada respiro y parpadear que hacemos, pues en cada momento decide Él que sigamos existiendo. Que no nos demos cuenta de ello por nuestras distracciones, no es problema de Dios, sino nuestro.
Si eso ya es un milagro, ¡cuánto más lo son sus maravillas sobrenaturales! Curaciones inexplicables salvo por la intercesión de los santos, venerables incorruptos, el sol y los astros danzando ante miles de testigos en Fátima, hostias sangrantes, muertos resucitados por la mera sombra de un hombre de Dios, conversiones repentinas de corazón tras una oración sanadora, etc.
La presencia de Dios también la disfrutamos en los bienes sobrenaturales ordinarios que nos otorga, en especial, la gracia. Esa gracia nos aparta poco a poco (aunque a veces como rayo) del pecado y nos convierte en hombres con una rica vida interior, en antorchas que alumbran el mundo y borran sus miserias, en vino suave que alegra y redime todo lo que nos rodea, en fuente de amor que convierte el erial en que vivimos en Paraíso.
¡Qué bueno es Dios que nos permite tocarlo y alimentarnos con Él en la Eucaristía! Ya lo disfrutamos ahora con tan hermosos y abundantes anticipos del Cielo.
Pero no olvidemos que todo esto son anticipos, pues el gozo que esperamos, una vez que entremos en el Cielo y disfrutemos de la Divina Presencia, es algo, según nos dice san Pablo, “que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman”.
Por Arturo Zárate Ruiz