La tecnología ahorra trabajo, disminuye el riesgo de los errores humanos, facilita el acceso a muchos bienes materiales.
Pero la tecnología más segura no puede garantizar ni la salud, ni la vida, ni la completa ausencia de errores.
En primer lugar, porque la tecnología es obra humana, sometida, como todo lo humano, a fallos que las mentes más perspicaces no pueden suprimir completamente.
En segundo lugar, porque la tecnología queda a disposición de hombres con todo lo bueno y con todo lo malo que llevan en su corazón. Por eso un descubrimiento farmacéutico puede ser usado para curar o para matar…
En tercer lugar, porque la tecnología más perfecta, al ser aplicada por personas concretas a situaciones variables, entra en el dinamismo de lo contingente y «sufre» ante factores difícilmente previsibles.
Algunos accidentes de aviones con un «excelente» programa electrónico han puesto en evidencia estas fragilidades de la tecnología en uno de los ámbitos más avanzados: la programación informática.
Por eso podemos encontrarnos con la sorprendente paradoja de que existan tecnologías muy seguras que al final matan y provocan daños, a veces con una fuerza incontrolable, como cuando explota un reactor nuclear…
El sueño prometeico de dominar el mundo, de eliminar los males en la tierra, de avanzar gracias a la tecnología hacia la felicidad y la riqueza, choca una y otra vez con hechos, algunos de los cuales desvelan un mal profundo que afecta todo lo humano.
Solo cuando dejamos a un lado el espejismo del mito del progreso, que imagina un planeta perfecto gracias a los estudios científicos y las tecnologías más avanzadas, veremos claramente los peligros que forman parte de nuestra condición humana y que nunca podremos eliminar del todo.
Porque, lo queramos o no, la tecnología está siempre sometida a las decisiones humanas, caracterizadas siempre por una apertura indeterminada hacia lo malo (cuando escogemos el egoísmo y la prepotencia) o hacia lo bueno (cuando optamos por aquello que nos conduce hacia el amor a Dios y a los otros).
Por P. Fernando Pascual