¿Estaba Cristo, como tantos gobernantes y políticos, estrellas de cine y de fútbol, preocupado por su popularidad? No, todo lo contrario. Jesús esquivaba la admiración de quienes lo aclaman y quieren hacerlo rey.
Pero sí le preocupaba el éxito de su misión: ¿comprenden los hombres a que ha venido? ¿Entienden que no quiere ser un liberador político, sino liberarlos de las ataduras del pecado y del poder del demonio?
Por eso, la pregunta de Jesús sigue en pie. Resuena en el corazón de cada hombre: “Para ti ¿quién soy yo?” Y entonces espera nuestra respuesta.
Algunos confían tal vez en la respuesta de la historia. Pero Jesús no puede ser estudiado en un libro de historia. Tenemos que experimentar su presencia y su acción en nuestra vida personal y en la vida de su comunidad, que es la Iglesia. Conocer a Cristo no puede limitarse tampoco a un conocimiento intelectual. “Solo se ve bien con el corazón”; nos diría el Principito.
Otros, ven en Jesús a un gran hombre, el profeta más grande que predicó y vivió el más hermoso mensaje de amor. Y ven en Él un mundo de justicia y de paz, pero no descubren en Él al Dios lleno de amor. Y estamos nosotros, los cristianos. Creemos y confiamos en Él pues es quien nos ha revelado el rostro amoroso del Padre.
Aquí hemos de distinguir dos niveles de fe: están los que creen en Jesús, Hijo de Dios, como hombre del pasado, y los otros que creen en Jesús, Hijo de Dios, pero como hombre del presente.
Si yo preguntara a un grupo de cristianos: ¿dónde está Jesucristo resucitado?, unos me dirían: ¡está en el cielo! Otros me dirían: ¡Cristo está entre nosotros!
En realidad, el Señor sigue viviendo en medio de nosotros: claro que ya no con una presencia física como cuando andaba por Palestina; pero sí con una presencia real.
Por aquí pasa entonces la línea divisoria entre los cristianos que creen en un Cristo, hombre, del pasado, que ha dejado la tierra y ha subido al cielo, y los que creen en Cristo, hombre del presente, resucitado, pero viviendo hoy entre nosotros.
Los primeros insistirán en la presencia de Dios que está en el cielo y que está en el pasado. Las celebraciones religiosas son, para ellos, más bien manifestaciones del recuerdo: recuerdo de los acontecimientos históricos en la vida de Jesús.
Los segundos adoraran también al Padre que está en los cielos. Pero mirarán con la misma fe a la tierra para descubrir en ella a Jesucristo, el que está viviendo hoy en medio de ellos. Y se unirán con Él para trabajar con Él por el reino del Padre en medio de este mundo. Celebrarán, no sólo el recuerdo de Cristo, sino también su misterio que se desarrolla hoy en la historia del mundo, haciéndolo presente en el seno de la Iglesia.
Admitir que haya venido Dios entre los hombres, ya no es cosa fácil. Tal vez, a los ojos de muchos no resulte conveniente que Él siendo Dios haya tornado la condición de siervo y se haya humillado tanto. Será por eso que no pocas almas buenas se encargan de colocarlo de nuevo en su sitio: en el cielo.
Pero lo que ya resulta insoportable para muchos, es que este Dios se empeñe en permanecer entre nosotros y, peor todavía, en identificarse con los encarcelados, los hambrientos, los enfermos, los forasteros, los pobres… porque resulta entonces que uno no puede salir de su casa sin encontrarlo. Ir al trabajo, a la escuela, dar un paseo, participar en una reunión, sin darse de narices con Él. Uno ya no puede encontrarse con nadie sin escuchar constantemente en el oído: “Lo que haces a uno de estos mis pequeños, a mí me lo haces”.
Queridos hermanos, Jesucristo hoy nos pregunta de nuevo: “Y Uds., ¿quién dicen que soy yo?” ¿Qué le diremos? ¿Qué le responderemos?
¿Creemos que Él está en medio de nosotros? ¿Y queremos ser sus discípulos, trabajar con Él y con todos los hermanos de buena voluntad, para ayudar a salvar al hombre y salvar el mundo?
Por Padre Nicolás Schwizer