La salvación, por supuesto, nos viene de Cristo, y nuestras buenas obras son frutos de la gracia que de Él recibimos, frutos que deben llevarnos a la perfección cristiana. Jesús espera eso de nosotros: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”.
Esa perfección, sin embargo, no la alcanzaremos si nos fijamos en ella. Así como una vez reconociéndonos humildes dejamos de serlo porque nos envanecemos, una vez reconociéndonos perfectos perdemos la perfección por vanagloriarnos. Se dan, además, otros peligros:
- Existe el peligro de considerar la perfección alcanzada como perfección propia, cuando, como dice el salmo, “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre demos la gloria”.
- Existe el peligro del pecado de presunción, de suponer que “como somos tan buenos” ya tenemos ganada la salvación, de lo cual el mismo san Pablo se previene. En 1 Cor 9, 27, dice “castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado”. Y en Filipenses 3, 11-12, expresa su esperanza “de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos” aunque “no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección”, sino que sigue “su carrera con la esperanza de alcanzarla”.
- Existe además el peligro de mirar por encima del hombro a los “imperfectos”, el peligro incluso de considerarlos ya entre los “malditos” que arderán en las calderas del Infierno, como si no existiera la Misericordia de Dios y Dios no fuese el Buen Pastor que busca la oveja perdida, o el Médico de Almas que vino a curar no a los sanos sino a los enfermos, a los pecadores.
Todo esto desemboca en el pecado de la soberbia, el pecado que hizo precipitarse a Luzbel a las Tinieblas.
Mientras la humildad es el primer escalón que nos conduce a la Patria Celestial, escalón que además sostiene a todos los demás, pues de perderse todo el ascenso se esfuma, la soberbia es tal vez el peor de los pecados porque con ella nos creemos dioses y, cual Satán, queremos suplantar al Altísimo.
La suplantación no podría ser más opuesta a Dios mismo, pues a Él, que es Amor, lo reemplazamos con el desamor y el desprecio a los imperfectos, a quienes, olvidándonos de la Providencia de Dios, los tachamos como ya perdidos.
Sea otra nuestra actitud. Sea un dar gracias a Dios por sus bendiciones y el confiar, sin llegar a la presunción, en su Misericordia por nosotros y por todos los pecadores.
Por Arturo Zárate Ruiz