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Dios no quiere el pecado, pero lo permite

Uno de los hechos más sorprendentes de la experiencia humana consiste en descubrir que existe el pecado, un pecado posible porque Dios dio la libertad a los humanos.

Dios no quiere el pecado, ni quiere la injusticia, ni quiere tantas consecuencias del mal que dañan a millones de inocentes y también a los mismos culpables.

Pero Dios ha dado a los seres humanos ese gran don de la libertad, esa posibilidad de amar que implica también la posibilidad de no amar, de odiar, de dañar, de pecar.

A veces quisiéramos que el pecado fuera imposible, que la maldad no pudiera darse en nuestro mundo. Pero la imposibilidad del pecado implica la negación de la libertad, y así la imposibilidad del amor.

Frente a tantas consecuencias del pecado, algunas cristalizadas en estructuras sociales, en organizaciones políticas, en tradiciones culturales o pseudorreligiosas, la fe nos desvela uno de los grandes misterios del amor de Dios.

San Pablo lo explicaba con una fórmula que conserva todo su vigor después de casi dos mil años: «pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

El «Catecismo de la Iglesia Católica» (n. 311), citando a san Agustín y a santo Tomás de Aquino, habla sobre este tema. Explica cómo por la libertad concedida a los ángeles y a los hombres entró el mal moral en nuestro mundo. Y cómo Dios, que permite ese mal, es capaz de sacar del mismo algún bien:

«Porque el Dios Todopoderoso (…) por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal (S. Agustín, «Enchiridion» 11,3)».

El mal sigue a nuestro lado, entra en nuestros corazones, nos hiere continuamente. Desde la confianza en Dios podemos curar sus consecuencias, consolar a los dañados por la torpeza humana, acercar al pecador al encuentro con el Dios de la misericordia.

Hoy, como siempre, sigue en pie la gran invitación de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12,21).

Por P. Fernando Pascual