BUSCANDO
RASTROS EN EL AGUA
Dios
nos pone en el camino desde nuestro primer día, señales de hacia
dónde está Su Reino. Grandes, chicas, más claras o más confusas,
pero todas las vidas, todos los ojos y todos los corazones las pueden
reconocer.
Están
en Su lenguaje: un lenguaje oral y escrito que rige Su Reino. El único
universal y eterno: El Amor.
Muchos,
por gracia, sensibilidad o formación, lentamente van descubriendo estas
señales, van reconociendo letras sueltas, signos, símbolos y llegan al
cabo del tiempo a entender algunas palabras. Otros, como yo, pasamos
mucha vida sin siquiera interesarnos por tratar de considerar que
existen. Confiamos en nuestras propias fuerzas para descifrar el mensaje
de la propia existencia y mientras tanto, arrastramos nuestra vida por
el mundo tratando de sobrellevarla, entendiendo que en este viaje, en
esta vida, la fe, el ser Cristianos y Dios, como dice el Padre Hurtado,
son una especie de póliza de seguros para la otra vida; una vida que
sólo llegará después de ésta.
Como
juntadores caprichosos y empecinados -y por qué no necios- de méritos
propios, con los ojos cerrados, fuimos transitando nuestra existencia
tratando de acumular méritos para después, para una vida eterna de la
que solo teníamos la esperanza. Nos faltaba la fe, y nos faltaba lo
más grande de todo, el Amor.
Gracias
a Dios, Dios está. Y está siempre atento y preocupado por sus hijos,
así que cuando nos ve que pese a todo seguimos cargando provisiones
innecesarias para el viaje, a veces nos para en seco y nos dice “...
no entendiste, Mi Reino está aquí y ahora ”... y si tampoco con
palabras lo entendemos, entonces sí, se pone manos a la obra y nos “hace
de nuevo”. Un service. Un ajuste de tuercas. Pone en blanco nuestro
corazón, reacomoda nuestra inteligencia y ordena nuevamente nuestra
carne. Su Gracia, Su Amor, nos regala una nueva vida, tan nueva que
hasta nos obliga a volver a aprender lo básico: hablar, escuchar, leer
y escribir, ahora ya sí, manejando los términos del lenguaje que Él
inventó para que Su Creación se comunique: El Amor.
Visto
así, los que como yo tuvimos que ser recreados por Dios para recién
entender, comenzamos de cero, como verdaderos niños (¡hay cuán cerca
me siento de Nicodemo!). Comenzamos llorando después de un parto con
dolor y llorando también aprendimos a pedir. Reconocimos primero una
sonrisa. Nos confortó un abrazo. Luego, mientras nuestra Madre se
ocupaba de cobijarnos, dijimos la primera y universal palabra “Papá”.
Seguimos
siendo dependientes y sólo pudimos al principio comunicarnos con Él y
con Ella. Luego, poco a poco, balbuceando y sintiéndonos profundamente
contenidos, aprendimos también con torpeza, equivocando letras, errando
el tiempo verbal, a decir nuestras otras primeras palabras.
El
Amor, como tantas otras cosas, no puede compartirse sin no se tiene, si
no se conoce. Y también, como tantas otras cosas, no se lo tiene si no
se lo recibe. La gran diferencia es que es absolutamente gratuito y para
continuar recibiéndolo, hay que seguir al pie de la letra ese
principio: gratis se recibe, gratis se da.
Se
deja de dar y se deja de recibir.
Nuestro
corazón es un “caño”, una bomba; no un tanque. Recibe con fuerza y
distribuye con fuerza. Comunica, no acumula. Reparte, no acapara. Y
aumenta su capacidad de dar en la medida que lo ejercitemos cada vez
más. Recibiendo más y distribuyendo más.
Utilizar
bien esta primera “ficha”, utilizar bien estas primeras palabras de
amor que recibimos, fortalece nuestro corazón y hace que de él broten
más y más actos de amor, que a su vez, se nutren del gran Amor de Dios
depositado con el mismo fin: ser compartido, en el corazón de nuestros
hermanos. Un mecanismo simple. Una fuente que recicla y purifica
constantemente ese Amor único de Dios y que encierra íntegramente Su
Personalidad. Porque, como sabemos de memoria desde chicos, casi
genéticamente, Dios es Amor, pero un amor así, en movimiento
constante. En constante recreación. Para explicarse mejor, algo así
como el ciclo del agua.
Sólo
una vez creó Dios el agua.
Desde
el principio de los tiempos igual, la misma. En la misma cantidad. La
misma que apagó el ardor de los volcanes y enfrió la tierra. La misma
que regó el jardín del Edén. La misma que lavó los lomos de los
dinosaurios y durante miles de años las miserias de los hombres. La
misma que posibilitó la vida. La misma que hace llover Su Creador sobre
justos y pecadores.
Sólo
una vez creó el agua: igual que el Amor.
Una
gota de amor, un río de amor, un océano de amor. Un Dios Amor. Con las
mismas características ya sea en una partícula, gota, torrente u
océano.
Dios
debe haber utilizado con el agua, esa fórmula que tan cerca tenía y
que tan bien sabía combinar. Porque al igual que el agua, el amor es
imprescindible para que haya vida en todas sus criaturas, en todos los
tiempos y en todo el universo. Ejercitar nuestros sentidos buscando
rastros de agua en todo lo que nos rodea, puede ayudarnos a ejercitar
nuestro corazón para que reconozca el Amor y aprenda a darlo, en la
medida de que lo vaya descubriendo, también de mil formas, todas
necesarias, todas imprescindibles. Porque si estamos seguros de que sin
agua no habría vida en el planeta, también debemos estar convencidos
de que sin amor, todo es muerte; muerte que precisamente vino a vencer
Cristo por nosotros y que fue vencida, nada más ni nada menos que por
Su Amor. San Pablo, nos muestra el océano -por eso asusta-. Nos cuenta
cómo es y nos presenta una realidad que para nosotros, pequeños
hombrecitos, es inalcanzable e insondable. Siento que nos cuenta esto
para que sepamos cuán importantes somos en ese ciclo interminable. Para
que entendamos lo fundamental de nuestro aporte y que tratemos, primero
de vivir y transmitir gotas, luego chorritos, después riachos y
torrentes, hasta que lleguemos inexorablemente a formar parte de ese
océano y por qué no, en forma de nube, también de ese Cielo.
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